Divertido que el capitán de la Selección se embroncara con el neerlandés Wout Weghorst después del tremendo partido de cuartos de final, con el bufonesco árbitro español Mateu Lahoz. De inmediato, pasado a meme, tatuajes, remeras

Por

Mario Mactas

Periodista y escritor

Messi celebra tras marcar el segundo gol de Argentina frente a Países Bajos (AP Photo/Ariel Schalit)Messi celebra tras marcar el segundo gol de Argentina frente a Países Bajos (AP Photo/Ariel Schalit)

Ese humano casi irreal, Lionel Messi, ha ido cambiando con los años. Se ha ahormado en una madurez plena, en la que quedan sin incomodidad una inteligencia fulmínea con una gracia que convierte el fútbol en dicha, en alegría, en sentido del humor: le dan codazos, lo empujan, lo patean y nada, arriba otra vez sin protesta. Eso resulta muy elegante porque es el resultado de la superioridad sabida y de los que quieren pararlo y no pueden. De otro modo, no salta airado a sacar pecho y erizarse el pelo en plan de venganza o pelea. Es de otra categoría: un caballero no se bate con su escudero. Alcanzará algo más tarde con hacerlos girar como un trompo, hacerles túneles, jugar una partida de ajedrez velocísima- tengo todo el partido en la cabeza- y gol o hacer que alguien, en el que ha pensado antes, lo haga. Es casi música oculta, secreta, un mago que, ahora, ha añadido salir de sí mismo, comunicarse mucho y cada vez mejor. En fin, qué tipo, por favor.

Entre los modos personales del inamovible rosarino de barba casi colorada, algo que no se anota como personalidad: está siempre informado, lee todo, sabe qué pasa en la colmena pero no en el proceso tardío de ver esa realidad a partir de una realidad intelectual, que lo ha hecho y lo hace Valdano, gran jugador y buen escritor-cronista. Sigue con el mate, el tik-tok, las series, las salidas con Antonela, la gran morocha argentina del que todo el mundo está enamorado, no mientan.

En el principio, con una pasada de las inferiores de Ñuls -simplifiquemos-, en Barcelona lo hicieron crecer lo suficiente para el estándar de un jugador bajito pero aceptable: pagaron por un tratamiento largo, doloroso y caro que los médicos catalanes indicaron. Se dedicó a no aprender catalán, bueno, apenitas, casi nada desde los 13 en que fue alojado en La Masía, donde fabrican cracks -estaba con Iniesta, Piqué, Xavi, el alto y de presencia imponente Busquets-. Y, como Pelé, saltó a la cancha en la primera del Barça a los 17, contra el Espanyol. Entró en el segundo tiempo, el partido se ganó (jugaba el increíble Ronaldinho) y se vieron atisbos de calidad y seguridad. Pero pocos imaginaron que iba a ser el máximo goleador de la historia culé y el mejor del mundo. Fue en 2004.

Ahora produjo un efecto inesperado al no asistir a la Casa Rosada a balconear. La decisión fue de Messi, en compañía firme de “Dibu” Martínez y Tagliafico. Como aquel día en que Boca fue a jugar a Formosa y Tevez expresó que estábamos en un hotel de Las Vegas, con casino incluido, y afuera, al asomar, la pobreza absoluta. Aquel día, la respuesta de Insfrán fue diabólica: “Es que odian al pueblo”. Algo muy parecido ocurrió con el regreso de la Selección con la copa sin ser capitalizada por el Presidente o La Cámpora, que se había adelantado para una foto en el instante en que Messi siguiera de largo y sin mirar. “Son unos desclasados”, empezó lo que le dictaron un locutor de noticioso en la tele pública. Como si con una lectura, nunca leída de “El Capital”, Marx describiera la enajenación de quien pierde su clase, la trabajadora: el lumpen proletariat. Se enojarán con el pueblo, seis millones. Patearon un penal directo al cartel de la publicidad de lo que fuera.

Divertido que el capitán de la Selección se embroncara con el holandés después del tremendo partido con el bufonesco árbitro español Mateu Lahoz para largar aquello de “¿que mirás, bobo?” para el jugador Wout Weghorst. De inmediato pasado a meme, tatuajes, remeras. Entre nosotros no usamos demasiado el “bobo”, alguien balbuciente, torpe, corto de entendederas. Se asegura, y difícil comprenderlo, la frase está en la fachada de un monasterio en Lugo, Galicia, según se ve en el camino de Santiago. Lo cierto es que Messi -los de naranja rasparon y jugaron con in crescendo de ira- la palabra boba nos parece, bueno, una palabra boba. Infantil, archivada en el habla diaria donde desde antiguo impera el boludo (o boluda), tanto que en otros lugares, cuando se sabe que alguien es argentino se les bromea con la tonada y con el boludo. Un sello, una ganzúa que abre toda puerta para bien o para mal: “¿Como estás argentino, boludo?”.

El bobo es lo único que se le pegó de Catalunya, de España en general. Quizás haya querido decirlo, quién sabe. Fue muy de pronto, de drop. Porque el boludo es una dudosa palabra que identifica como un tatuaje o , cuidado, la estricta aplicación de muchísima gente constituida aportada como prueba por obra de una historia repetida por causa de reverendos boludos. Puede ser una saludable exhortación para grietas: “Boludos del mundo, uníos”.

Fuente: Infobae