La medida más extrema de la soledad
Vínculos. Algunas personas se aíslan y nadie las cobija en el momento de partir. Analizamos las diferencias con quienes saben que hay amigos o parientes pendiente de ellas.
Hace unos 10 años, en una tarde otoñal en Mar del Plata, Alejandro Gallo me contó en un bar de la Diagonal Pueyrredón algo que me llevó a pensar por primera vez en la soledad humana. Había encontrado el cadáver de su padre en el departamento, cinco días después de su fallecimiento. Mientras dejaba la taza de café sin tomar, Ale decía que uno de los “arbolitos”, compañero de su padre, había entrado allí unas horas antes y se había llevado una suma importante de dólares que estaba escondida en unos muebles. Sin identificarse, avisó al encargado del edificio, quien dio la noticia a mi amigo.
Ale y yo teníamos una amistad de más de veinte años, signada por la ayuda mutua. Debido a su inestabilidad laboral, lo invité a trabajar conmigo cuando abrí una librería en el centro, y también fue uno de los colaboradores asiduos mientras dirigí un suplemento literario. Aunque era un hombre bastante solitario, generaba simpatía desde el primer contacto.Infarto. Lo sufrió mientras jugaba al fútbol. En la foto, Carlos Aletto con dos de sus hijos y su madre, que nunca lo dejaron solo.
Aquella tarde volví a casa y durante la cena no podía dejar de calcular cuál era el tiempo máximo que una persona puede estar sin vida, sola, abandonada en un departamento. Tal vez el intervalo entre morir y ser descubierto sea la verdadera medida de la soledad. Tal era el desasosiego que la idea se me vino encima como una obsesión y empecé a hacerme algunas preguntas sobre las que la ciencia sabe expedirse pero que a mí no me satisfacían: ¿Cuándo empieza la muerte? ¿Cuál es la duración exacta del acto de morir? ¿Cuántos días habrían pasado antes de que me encontraran si yo hubiera sido el muerto?
Esa noche me consolé pensando que, si yo moría, me encontrarían de inmediato, ya sea mi esposa o mis hijos, en ese entonces de nueve y doce años. Quizás ni siquiera me encontrarían muerto, quizá simplemente me verían morir. Al poco tiempo me divorcié, tuve que dejar la casa familiar y esas especulaciones estadísticas, esas incertidumbres existenciales cambiaron de rumbo a zonas más prácticas de mi vida. Me fui a vivir con mis viejos. Tenía que rearmarme.Entre libros. La literatura permitió a Carlos Aletto conocer a la gente más allá de las palabras hechas.
Un mes después, ocurrió una historia parecida que me hizo volver a mi estado anterior. La madre de mis hijos encontró a su padre, el Bocha, también muerto. Ella y sus hermanos lo habían estado llamando al celular, y como no respondía, la preocupación crecía. Decidieron acercarse al departamento y, al entrar, lo encontraron tirado a lo largo del piso en la estrecha cocina, y cerca tenía un vaso de agua estallado. Aunque el Bocha no vivía acompañado y disfrutaba de la soledad, el amor de sus hijos hizo que lo hallaran el mismo día de su muerte. Calculé, así, que la soledad del Bocha habría sido mucho menor a la del padre de mi amigo.
Pasaron unos años y la historia volvió pero el protagonista iba a ser yo. Mientras jugaba a la pelota, comencé a sentir una presión intensa en el pecho. Me di cuenta de que me estaba infartando cuando manejaba de vuelta. Habría muerto si no hubiera estado conmigo uno de mis hijos. Llegué a la clínica gracias a un policía que condujo mi auto el último tramo. Estuve sin signos vitales y me reanimaron con las paletas de desfibrilador. Cuando me ingresaban a la Unidad Coronaria, alcancé a distinguir que en el pasillo estaban mis hijos y mis padres. Al día siguiente, vinieron a verme mis compañeros de fútbol y más familiares. Un día vino a visitarme Ale Gallo y cuando entró, entendí, justo con esa visita, que en mi caso era bastante difícil morir en soledad. Con una actitud de cuidado, durante mi internación por la cirugía él no quiso decirme que se había separado. Me enteré más tarde a través de unos mensajes de WhatsApp. Su hijo tenía la misma edad que el mayor de los míos, y compartíamos sensaciones sobre su crecimiento. El chico, aparentemente ofendido por el aislamiento de su padre, había decidido no hablarle más. Ale se mudó a un departamento en el centro, casualmente a una cuadra de donde había vivido y muerto el Bocha. Las consecuencias de una lesión en la rodilla habían acentuado su recogimiento.
En 2020 se desató la pandemia por COVID y el encierro lo volvió más huraño. Un tiempo antes, había publicado un libro de cuentos y esta temporada a solas le permitió reencontrase con la escritura de una novela. Me iba comentando por largos mensajes de voz el proceso de escritura.
Su hijo adolescente seguía decidido a no contactarse con él, y pese a que yo siempre animaba a mi amigo a que lo buscara, Ale me contestaba que el pibe no quería, que había buscado mil formas y que era muy dolorosa toda la situación. Pese a que yo había tenido problemas leves de salud, posteriores a mi operación del corazón y había estado otra vez internado, no corté comunicación con él, pero de repente dejó de contestarme los mensajes del chat.
Me resultaba extraña la falta de respuesta, y me llamaba la atención que no registrara mis llamadas. Por unos días decidí no molestarlo, y, una vez que me dieron el alta, volví a insistir durante 12 días corridos hasta que un viernes a la tardecita puse punto final a la espera, a la tolerancia y fui hasta a su departamento. Como nadie me atendía, llamé a Cecilia, la madre de su hijo, y vino rápido. No tenía llaves del lugar, entonces habló con el portero del edificio quien enseguida llamó a la policía.
Yo sentía cómo se repetían algunas zonas de las historias, que venía viviendo y todo eso me despertaba el mismo sinfín de dudas. No había respuestas del otro lado de la puerta, no se sentían olores, no se distinguían ruidos ni señales. ¿Sería que la historia quería repetirse? Ante el fracaso de la intervención policial, hubo que acudir a un cerrajero. Después de varias maniobras, abrió y todos los allí presentes nos enfrentamos al horror: Ale estaba tirado en la cama, muerto. ¿12 días así? Esa docena, que ganaba por 7 más al lapso de extinción de su padre, se agregaba como nueva cifra —¡altísima!— en la medición de soledad. En medio de la urgencia por resolver cuestiones prácticas, me asaltó un pensamiento filosófico: qué hubiera pasado si yo no lo encontraba. ¿Hasta dónde hubiera llegado la cifra? ¿Yo era el índice más bajo de su soledad? ¿Fue mi espera lo que determinó la medida de su soledad?
Mientras Cecilia me confesaba que no podía encarar la limpieza del lugar y me pedía que me ocupara yo, recordé que Ale me había contado del robo de los dólares que lo había dejado sin herencia al mismo tiempo en el que quedaba sin padre. Él repitió el gesto de su padre y había también guardado en su casa una suma de dólares, mucho menor pero bastante significativa. Eso también me lo había contado, como al pasar, en el hospital. Entonces, dije para mí, tiene que estar ese dinero por algún lado. Aproveché para emprender la búsqueda de la plata como una cruzada, yo quería que su esposa y su hijo tuvieran algún tipo de tranquilidad económica. Fue ahí, a solas, con esa misión decidida, en ese mismo espacio que alojó la muerte durante 12 días, en ese lugar revulsivo, con olores nauseabundos, coronado por un colchón cargado de fluidos, donde fui descubriendo también cómo fueron sus últimos días. Sin darme cuenta, me convertí en detective de pistas, en perito de señas, en baqueano de huellas, en crítico literario de sus escritos, en médium o mejor en testigo de una soledad: la de mi amigo.
Busqué el dinero todo el tiempo. No aparecía. Casi resignado a irme y mientras terminaba de acomodar ropa, di con el envoltorio de unos jabones. ¡Qué disonante ese objeto fuera de uso tan al alcance de la mano! La curiosidad me llevó a abrirlo y, en lugar de jabones, estaban los dólares. Si bien creía que estaba profanando algo, sentí un gran alivio de devolver a la familia esa plata. El hallazgo más esperado me renovó energías y seguí hurgando entre libros, merodeando entre sus cuestiones inconclusas y sobre todo entablando un diálogo imaginario con mi amigo muerto. Entretanto, la pregunta por el alcance, los límites, la carne de esa soledad estaba de fondo como música funcional.
La búsqueda venía resultando productiva y sobre el final de mi permanencia en casa de mi amigo encontré por debajo de un mueble, en una zona de difícil acceso, un papel suelto, tenía una consigna clara: “Si me pasa algo, comunicarse con…” El número anotado coincidía con el teléfono de Cecilia. Me sentí obligado a ocupar el lugar del muerto.
Hablé por teléfono con su hijo. Le mencioné que había reunido en una caja algunos objetos de valor sentimental, le describí la colección de series y películas que encontré, le informé que había un e-reader en un cajón y una notebook sobre la mesa de luz. Su hijo comentó que estos dispositivos serían útiles para recuperar los escritos de su padre. También me preguntó si podía llevarle yo la biblioteca. Los volúmenes, entre los que destacaban obras de Don Winslow, Murakami y Ellroy, estaban impregnados de olor feo, mezcla de libro viejo con descomposición corporal.
Tras el pedido del chico, hablé con la madre y le pedí permiso para llevármelos y acondicionarlos antes de dejarlos en manos del hijo. Durante la primavera, los coloqué sobre una mesa al sol en el patio de mi casa, dejándolos respirar aire renovado y llenarse de calor revitalizante. Era un nuevo bautismo bajo un cielo despejado. Pasado un tiempo, los acomodé en cajas que cargué en el auto y los llevé. Nos sentamos a tomar un café con Cecilia y su hijo y mientras los paquetes estaban en el umbral, tuve un escalofrío raro.
Esa misma noche, Cecilia me llamó, pidiéndome que fuese a buscar los libros nuevamente. Tal vez se sintiera absorbida por un sentimiento espectral que no se decide entre el disgusto y la tristeza. No podía dejar esos libros sin destino. Ahora la biblioteca está en mi casa, entre mis cosas, los veo a diario, los rozo, y hasta le acaricio los lomos en cada paso que doy.
Como el mayor legado fueron sus libros, decidí rendirle un homenaje también literario. En este momento, me encuentro escribiendo justamente una novela que si bien lo tiene de protagonista, ocurre a principios del siglo XX, en un espacio alejado de Mar del Plata, con una trama donde la disputa ya no es contra los propios demonios sino por la conquista del territorio, en una red de afectos que en nada se parecen a los reales y donde las soledades se activan y se pausan de manera diferente y se comparten entre varios.
Aunque la angustia por la pérdida de mi amigo se parecía al dolor del hambre, se despertó en mí una nueva capacidad, la de sentirme extraño en mi propia piel y así poder ver esa soledad cotidiana que de otra forma hubiese pasado inadvertida. Una habilidad para imaginar mundos, esos que pide a gritos la literatura para no permanecer en soledad. Mientras escribo su novela, me pregunto, como dice el título de una vieja película argentina, “Si muriera antes de despertar”, ¿quién me encontrará y cuántos días tendré que esperar?
Fuente: https://www.clarin.com/sociedad/mundos-intimos-sorprende-alguien-muere-familia-entera-medida-extrema-soledad_0_qdJW1GD6xl.html