La violencia política extrema
El odio como emergente neoliberal contra la justicia social. Graciela Landriscini, diputada nacional, analizó el ataque a la Vicepresidenta y lo calificó como «un hecho de alta gravedad institucional, cargado de símbolos, fundamentos ideológicos y de claras intenciones políticas».
Por Graciela Landriscini
La noche del 1 de septiembre pasado asistimos azorados al intento de asesinato de la Vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner. Fue un hecho concreto y registrado por cámaras y guardias de seguridad en la puerta de su residencia el uso del arma por el atacante y la voluntad del atentado contra su vida. Fue un hecho político más allá de que algunos políticos lo calificaran como un hecho puramente delictivo común.
Ese hecho de alta gravedad institucional estuvo cargado de símbolos, de fundamentos ideológicos y de claras intenciones políticas. Se busca el móvil del ejecutor y sus instigadores, y se encuentra la génesis en sus frecuentes expresiones de odio hacia los pobres, y hacia el Estado personificado en quien destaca por la insistencia en implementar políticas públicas orientadas a reducir la desigualdad. Cristina F. de Kirchner al igual que Néstor Kirchner, representan esa lucha en las últimas décadas, tiempos que se caracterizan en el mundo por el avance del neoliberalismo económico financiero asociado a la globalización de los mercados, la geopolítica de la guerra y el avance del neonazismo.
Coincide la violencia económico financiera de regímenes centrados en el poder de los bancos con la de grupos de choque urbanos, movilizaciones y ataques y persecuciones diversas a sindicatos y a políticos y representantes de sectores ambientalistas y feministas.
Ese neoliberalismo al que desde el kirchnerismo se le apuntó con un NUNCA MAS ha avanzado pertrechado con su ideología libertaria emergente del pensamiento del economista austríaco Friedrich Von Hayek, entre otros, centrada en el individualismo extremo y en el Estado mínimo, desacreditando la sociedad de masas, la regulación económica y las políticas redistributivas. Y se ha nutrido del aporte de nuevos filósofos que inspiran las políticas de los gobiernos de la derecha europea centradas en los ajustes a costa de los sectores medios y bajos de sus sociedades, y de los migrantes.
A partir de las ideas de Von Hayek y sus seguidores de la Sociedad de Mont Pelerin en Suiza en los años 60, y de las políticas implementadas desde los 70 por Milton Friedman en el Chile de Pinochet, por Margaret Thatcher en Inglaterra y por Ronald Reagan y Bush en Estados Unidos, con el aval de organismos financieros internacionales y de corporaciones privadas, esos postulados han avanzado por el mundo capitalista en crisis promoviendo la primacía financiera, la defensa de la propiedad privada con reducción de los impuestos al capital y los patrimonios, el fin del Estado de bienestar y el recorte de derechos sociales y laborales.
Asimismo, con ellos se persigue a organizaciones de trabajadores y a movimientos por la diversidad racial, étnica y religiosa. Junto a esas premisas económicas y el avance de las corporaciones se fue consolidando la organización de la derecha como fuerza política en los medios de comunicación locales y globales, en los parlamentos y en los poderes ejecutivos permeando al conjunto de la sociedad.
La pandemia desde 2020 agravó desde lo discursivo y lo fáctico lo que desde los años 70 con su crisis mundial de mediados de la década, y desde inicios de los 90 con la caída del muro de Berlín y la indiscutida hegemonía del capitalismo de las corporaciones, fue fermentando en el mundo occidental y se profundizó con la salida de la crisis sistémica de 2008.
Con el neoliberalismo se consolidó y expandió una ideología que retomando las enseñanzas de Friedrich Von Hayek y Ludwig Von Mises se centró desde sus orígenes en la libertad individual y en la lucha contra la planificación y los principios del Estado de bienestar a partir de la crítica radical a la justicia social, atacando con fuerza los derechos de las clases medias (educación pública, salud pública, vivienda, entre otros).
Lo que tenía raíces antisemitas en los tiempos de la segunda guerra mundial, agregó en los nuevos tiempos el rechazo del universalismo en las políticas sociales, los derechos de los sectores medios y de los pobres y migrantes, en especial mujeres y niños, y la estigmatización de todo receptor de protección social. Ello, que es claro en Europa con los migrantes del este y del sur, y en EEUU con los afroamericanos y latinos pobres, se extiende también en distintos países de América Latina en particular en ciudades de frontera y capitales.
En materia de regímenes de seguridad social se expresa como rechazo a los planes sociales y las pensiones no contributivas, y en la defensa de las cuentas previsionales privadas de ahorro y capitalización. A partir de ello se reclama la vigencia de la meritocracia y el fin de los sistemas de reparto como forma de solidaridad e integración social.
Dicha ideología resultó en proyectos políticos y económicos financiados por grandes corporaciones buscando poner freno al avance de trabajadores y sus organizaciones gremiales, y a los partidos de izquierda en Europa, y se trasladó a América Latina en los gobiernos de las dictaduras militares, y buscó perseguir la expansión de los sindicatos en EEUU.
Allí en los años 70 dio vida a los think tanksde la economía, las finanzas y la desregulación de mercados que desde la Chicago University, adquirieron el nombre de “Chicago Boys”. Y con ellos avanzaría progresivamente la suba de las tasas de interés, la astringencia financiera del Estado, el recorte de su gasto y la baja de los impuestos a la riqueza.
La filosofía económica de Von Hayek y sus seguidores neoliberales defiende una concepción mínima del Estado. Su especial aporte corresponde a la crítica radical de la idea de «justicia social», noción que disimula, según él, la protección de los intereses corporativos de la clase media; en nuestros países sería también la clase baja. Preconiza la eliminación de las intervenciones sociales y económicas públicas.
El Estado mínimo es un medio para escapar al poder de la clase media que controla el proceso democrático a fin de obtener la redistribución de las riquezas mediante el fisco. Su programa es expuesto en La constitution de la liberté (1960): desreglamentar, privatizar, disminuir los programas contra el desempleo, eliminar las subvenciones a la vivienda y el control de los alquileres, reducir los gastos de la seguridad social y finalmente limitar el poder sindical.
El Estado no puede ni debe asegurar la redistribución, sobre todo en función de un criterio de «justicia social». Estas premisas se encuentran presentes en el discurso diario de los políticos libertarios que en Argentina como en otros países tienen representación parlamentaria, copan los medios de comunicación hegemónicos, y se valen del desprecio y el odio a quienes encarnan la defensa de las políticas redistributivas desde los sindicatos docentes, de la salud, y desde los movimientos sociales que demandan un ingreso ciudadano universal, y programas de tierra, techo y trabajo. Y ponen en tensión a partidos como el radicalismo dividido entre pro macristas y críticos.
Cristina Fernández de Kirchner es atacada por las corporaciones y sus entidades representativas, y por los multimedia a ellas asociados. Viejos discursos y concretos ataques que hicieron a Perón, a Evita, a Horacio Giberti, y a otros, y han quedado guardados en la memoria peronista, a partir de la revolución “Libertadora” de 1955, la sangrienta dictadura cívico militar que tuvo inicio en 1976 y nos dejó más de 30 mil muertos/desaparecidos, el robo de bebés y patrimonios, miles y miles de exiliados, y una deuda externa superior en más de ocho veces a la previa; junto a la posterior destrucción económica macrista y la consecuente ruina de PyMes, talleres, empleos e ingresos y a la mayor deuda de la historia entre 2015 y 2019.
Cristina es atacada puntualmente también por quienes desde lo político demandan la rebaja de impuestos al patrimonio siendo referentes de los espacios opositores, y por quienes desde lo filosófico cuestionan a la casta política o a quienes son parte del poder ejecutivo que interviene en la economía para regular los mercados.
En este caso se cuestiona con ferocidad particular a quienes implementaron programas de intervención en materia de salud, como han sido los planes de vacunación contra el COVID-19 y la restricción de circulación y de actividades, y en materia social a quienes ponen en marcha programas de emergencia de ingresos o planes sociales.
En lo educativo critican la política de universalidad y los derechos de los trabajadores. Y en lo económico demonizan y amenazan a quienes disponen reformas impositivas redistributivas, por caso el aporte de las grandes fortunas en pandemia, o la suba de las alícuotas del impuesto a las ganancias de grandes sociedades por la renta inesperada producto de la suba de los precios internacionales de los granos, minerales e hidrocarburos; o a quienes persiguen la evasión y la elusión fiscal. Y también a quienes formulan y ponen en marcha políticas asociadas a la pequeña producción y a la obra pública y de la vivienda, a la legislación sobre alquileres, o en relación a los precios de las cosechas, de los alimentos y los derechos de exportación, el valor del tipo de cambio, las restricciones a la compra de divisas para ahorro o turismo, o los gravámenes a las importaciones de bienes suntuarios.
La teoría desarrollada por Von Hayek está basada en una creencia compartida por todos los economistas liberales centrada en la “mano invisible”, en el equilibrio general de León Walras, desarrollado por Vilfredo Pareto; o en el orden espontáneo del mercado que supuso la escuela austriaca de economía desde sus inicios, retomada por los think tanks del presente, que plantean a la economía como el resultado de acciones no concertadas y no el fruto de un proyecto consciente asociado a intereses concretos.
Lo retoman los libertarios de hoy, que expresan que no se planifica el orden del mercado, es espontáneo. Es el juego de las fuerzas del capital movidas por la búsqueda de rentas y ganancias a cualquier costo por social o humano que él sea, más allá de que desabastezca el mercado interno de carnes o granos, dañe el medio ambiente con quemas de tierras o con derrames petroleros, o signifique el sacrificio de trabajadores y trabajadoras informales, sin aportes o cobertura de riesgos de salud, o de trabajadores formales sujetos a negociaciones salariales y de condiciones laborales desiguales; o la muerte de población de edad avanzada que trabajó toda su vida sin aportes patronales ni personales.
Esta concepción de la economía sirve de justificación a la crítica del intervencionismo generador de desequilibrios y perturbaciones, y más aún de ataque a las paritarias, o a la participación de los gremios en la revisión de las cuentas empresarias, o en la definición de planificaciones, programas y proyectos en relación a la salud, la educación, la justicia o la vivienda. Von Hayek considera que los keynesianos que introdujeron políticas redistributivas de estimulación de la demanda a partir del gasto social hacen del Estado un «dictador económico».
Esto es retomado por los libertarios de hoy en sus discursos. Decíamos hace poco tiempo que en el mundo de la pandemia y postpandemia, y ahora de la geopolítica centrada en la guerra, se agravan las consecuencias humanitarias de los programas de liberalización de mercados, ajuste fiscal y recorte de derechos sociales implementados en numerosos países, y que hoy afectan particularmente a América Latina.
Estos procesos se traducen en crecientes desigualdades económicas y sociales con impacto territorial y dan lugar a movimientos migratorios voluntarios, a desplazamientos forzados y conflictos étnicos, y a confrontaciones de grupos sociales, entre sí, con el Estado y con las corporaciones trasnacionales, por la apropiación de los recursos naturales, en especial por la tierra y el agua, y por el pleno ejercicio de los derechos civiles, sociales y políticos.
Y en simultáneo, se profundiza la indiferencia y la discriminación desde sectores del poder económico y financiero concentrado, y se extiende la violencia político-institucional en pueblos y naciones. En materia económica, ésta se ejerce desde muchos gobiernos a través de políticas de desregulación de mercados, fiscales y monetarias, y desde los organismos financieros multilaterales vía intervenciones en las políticas internas de los países periféricos que restringen los derechos laborales, la cobertura de las necesidades básicas de la población vulnerable, e impactan en la seguridad social.
Por esa vía, agravan la desigualdad en todas sus dimensiones, penalizan la pobreza, la indigencia y la precariedad existencial y condicionan el crecimiento económico. Tales intervenciones responden a la ideología y la política neoliberal, y con frecuencia cuentan con el acompañamiento activo de los grupos sociales de mayores recursos e ingresos, y de los políticos libertarios y de derecha que adoptan comportamientos que estigmatizan la pobreza, agravan la segmentación social y la segregación territorial, y conducen a la fragmentación político-institucional, la manipulación mediática y la censura de las expresiones críticas.
De este modo, la desigualdad económica se extiende a la socio-cultural y la política, al restringir el ejercicio de los derechos y las posibilidades de participación en procesos de transformación estructural y de promoción del desarrollo sustentable. Puede hablarse entonces de un círculo vicioso y creciente de la desigualdad, generador de violencia estructural.
Volviendo al inicio de esta columna, los odiadores de hoy que llegan a empuñar un arma contra la Vicepresidenta, o a organizar marchas con bolsas mortuorias, cruces, calaveras, carteles o pintadas llamando a la muerte de los políticos y las políticas que defienden la justicia social son un emergente de esa filosofía centrada en la desigualdad.
Generemos los anticuerpos a ello. Se demanda crear conciencia de modo urgente del peligro que todo esto significa, y se requiere que los y las jóvenes sean formados/as para construir una sociedad más justa y más solidaria.
La “grieta” de la que se habla con frecuencia son abismos que se van conformando y nos dejan los temblores de las amenazas de muerte, los intentos de asesinatos y los pedidos de pena de muerte, junto a la desnutrición, el analfabetismo y los comportamientos bárbaros entre ciudadanos, o entre vendedores y consumidores.
*Opinión publicada en el portal portal Vaconfirma.
Fuente: Télalm