De Marlon Brando a Austin Butler: las películas de motoqueros regresan a la pantalla en busca de un nuevo ídolo rebelde

Desde los años 50, con el éxito de El salvaje, son un emblema de juventud y vanguardia; en El club de los vándalos, el actor de Elvis y Duna busca confirmarse como gran promesa hollywoodense

Paula Vázquez Prieto

Para LA NACION

Austin Butler en El club de los vándalos, que se estrena este jueves en las salas
Austin Butler en El club de los vándalos, que se estrena este jueves en las salasUIP

El estreno de este jueves de El club de los vándalos, la última película de Jeff Nichols, con un elenco estelar integrado por Austin Butler, Jodie Comer, Tom Hardy y Michael Shannon, actualiza un subgénero del cine juvenil que parecía haber desaparecido de la pantalla: las películas de motociclistas. Aquella tradición forjada en los años 50 luego del éxito de El salvaje –con un jovencísimo Marlon Brando– tuvo su esplendor a mediados de los años 60 con la efervescencia de una nueva juventud que tuvo en la moto su mejor símbolo de rebeldía. Camperas de cuero, clubs de motoqueros, periplos ruteros y picnics de alcohol, drogas y sexo libre definieron aquel universo alocado que trajo al cine una iconografía que todavía hoy persiste bajo diferentes formas.

Inspirada en el libro The Bikeriders, del fotógrafo Danny Lyon, quien acompañó al club de motoqueros The Chicago Outlaws a lo largo de los Estados Unidos entre 1965 y 1973 –en realidad Lyon conoció al club en 1963, en 1965 se convirtió en miembro efectivo, y en 1968 ya publicó su libro de fotografías-, documentando su vida, sus historias y a sus personajes, El club de los vándalos es también un homenaje a aquel cine que irrumpió en el crepúsculo del Viejo Hollywood para abrir las puertas a una nueva era. Narrada de manera fragmentaria a través de una serie de entrevistas a Kathy (Jodie Comer), esposa de Benny (Austin Butler), uno de los líderes del club, la historia recorre los años de la creación, el apogeo y la decadencia del club, la idiosincrasia de sus miembros, la vida nómade en bares y reuniones, los ceremoniales de pérdida y reconciliación, y el paisaje donde todo puede pasar, en cualquier momento.

Y el trabajo de Jeff Nichols recoge la impronta de ese cine que lo precede, desde la inocencia todavía palpable en los jóvenes que encuentran en la moto y la odisea rutera un lugar donde pertenecer, hasta la angustia de la despedida cuando los buenos tiempos parecen llegar al final. Un cine de furia y movimiento, que ha tenido sus días de gloria y que transita en estos tiempos la nostalgia por un paraíso perdido. Recoger aquel legado de rebeldía en dos ruedas le permite a Reynolds invitarnos a reencontrar aquel cine, aquellas películas olvidadas.

Marlon Brando en El salvaje (1953), de Laslo Benedek.
Marlon Brando en El salvaje (1953), de Laslo Benedek.

Adolescencia y rebeldía

Los años 50 trajeron muchas novedades al cine de Hollywood: la llegada de la televisión, las nuevas tecnologías como el Cinerama o el sonido estereofónico, el surgimiento de productoras independientes, el impacto de los nuevos cines europeos, la progresiva madurez del público. El arte cinematográfico cambiaba en sintonía con las demandas de una nueva juventud que gritaba rebeldía y exigía verdadera representación. Fue así que la adolescencia se convirtió en sujeto cinematográfico, abriendo una cuña hasta entonces inexistente entre la infancia y la adultez, y numerosas historias de jóvenes rebeldes poblaron la pantalla: Al este del Edén (1955), Rebelde sin causa (1955), Semilla de maldad (1955), El zurdo (1958), Esplendor en la hierba (1961). Y para dar vida a esas historias un nuevo star system cobró cuerpo en otros nombres: James Dean, Marlon Brando, Paul Newman, Natalie Wood, Jane Fonda, Eva Marie Saint. Los tiempos habían cambiado definitivamente.

Pero algo más faltaba emerger. En esa misma década los jóvenes salieron a buscar su destino subidos a una motocicleta, y las dos ruedas fueron algo más que un medio de transporte, fueron una carta de emancipación. Con la pionera El salvaje (1953), de Laslo Benedek, estrenada solo cinco años después de la creación de los Hell’s Angels y con un Marlon Brando con campera de cuero y gorra ladeada, surgieron las biker movies, una tradición singular en ese camino de rebeldía e independencia que reclamaba el nuevo público joven. Pese a esa primera aparición de voces contestatarias, en esa década todavía primó la inocencia, la salida al camino como reclamo de una vida propia, al margen del mandato de los padres y de la sociedad, una forma de buscar un destino propio que tarde o temprano llegaría.

Peter Fonda y Nancy Sinatra en The Wild Angels (1966), de Roger Corman.
Peter Fonda y Nancy Sinatra en The Wild Angels (1966), de Roger Corman.

Con el correr de los años y la emergencia de una nueva generación que protagonizaría el flower power de los 60 –que discutiría Vietnam en las calles y pugnaría por una nueva lógica del poder– los motociclistas cristalizaron una violencia inusitada, una crítica feroz a la ley y un sendero en el que el delito y la destrucción asomaban con fuerza. Roger Corman dio la bandera de largada de esa nueva era para las biker movies con The Wild Angels, protagonizada por Peter Fonda y Nancy Sinatra, en el mismo 1966 en el que el periodista estadounidense Hunter S. Thompson publicaba su libro Hell’s Angels: The Strange and Terrible Saga of the Outlaw Motorcycle Gangs. De allí surgió mucho material y se impregnó de realidad cuando en 1969 un hombre negro fue asesinado en el concierto de Altamont, en California, durante la actuación de los Rolling Stones. El crimen fue perpetrado por uno de Los Ángeles del Infierno que oficiaban de seguridad en el evento y el registro del suceso resultó el corazón del imperdible documental de los hermanos Maysles: Gimme Shelter (1970). Era la antesala para el clima eufórico de la década que vendría.

La explosión de la violencia

El éxito de The Wild Angels habilitó una galería de películas de motociclistas, muchas de ellas producidas por la misma American International Pictures de Roger Corman, con ínfimos presupuestos y un claro espíritu de explotación comercial. La mayoría afirmaba al motoquero como emblema de la contracultura y su lugar quedaba fuera de la ley. El libro de Danny Lyon en el que se basa El club de los vándalos confirmó esa asociación de los clubes con la violencia y la ruptura del orden social. Además, el motoquero se asemejaba al jinete solitario de la tradición del western, por ello los renegados conductores absorbían la condición de outsider del cowboy de la frontera, y su recorrido hacia el Oeste actualizaba las narrativas de coloniaje del siglo XIX. Fue justamente Busco mi destino (Easy Rider, 1969) la película que asentó en el mainstream el imaginario de las biker movies, producciones que a partir de ese momento adquirían otra estatura y prestigio, alejadas de aura amateur de la clase B.

Busco mi destino (1969) y la moto como emblema de la contracultura de la época.
Busco mi destino (1969) y la moto como emblema de la contracultura de la época.

Producida por el nuevo estudio de Bob Rafelson y Bert Schneider, Busco mi destino vio la luz pese a la inicial desconfianza que suponía su director y protagonista, el salvaje e irascible Dennis Hopper. El rodaje en Nueva Orleans estuvo a merced de la improvisación, junto a Peter Fonda y otro alumno de la factoría Corman como Jack Nicholson, y se caracterizó por la incorporación de personajes conocidos por el camino, por el exceso de drogas, por la deriva del propio viaje. El montaje también supuso cierto grado de experimentación: con gran influencia del cine underground, Hopper le dio a la película un aspecto imperfecto, casi documental, caracterizado sobre todo por el lens flare: reflejo en espiral que se produce cuando el eje de la lente se acerca demasiado al sol y la luz rebota. La música estaba grabada en directo: era una de las primeras veces en las que una película se contagiaba del poder arrollador del rock de los 60.

Schneider y Rafelson presentaron la película en el Festival de Cannes, donde ganó el premio a la mejor ópera prima y se convirtió en el verdadero emblema de la contracultura de la época. Compartía la rabia edípica de la generación anterior pero anticipaba los tiempos oscuros que ya tenían sus primeros indicios en ese 1969, con la masacre del clan Mason y el crepúsculo del hipismo. En la siguiente década, el motoquero esbelto de campera de cuero y lentes oscuros, con aires de adolescente rebelde, cedió su lugar a los nuevos protagonistas de los 70: los pelilargos ya entrados en años y canas, subidos a sus monumentales choperas, amantes de la violencia catártica. La iconografía rutera dio pie a un sincretismo peligroso: simbología nazi, misoginia explícita y drogas duras en un combo que fue disminuyendo la calidad y cantidad de producciones cinematográficas. La rebeldía se convirtió en un furioso ímpetu antisistema, a veces cooptado por su misma lógica para seducir desde el marketing a los rebeldes descontentos.

Asfalto violento (1973) y el motoquero como reinvención de un nuevo orden.
Asfalto violento (1973) y el motoquero como reinvención de un nuevo orden.

Los hitos de cada década y el crepúsculo distópico

De los 60 quedaron algunas perlas olvidadas como la británica The Leather Boys (1964) de Sidney J. Furie, dentro de la tradición del ‘kitchen sink realism’ posterior al Free Cinema, que muestra el quiebre de la vida doméstica de dos rockeros -ella, interpretada por la emblemática Rita Tushingham- y la salida a las rutas como escape del hogar y exploración de la sexualidad; la saga de Tom Laughlin surgida con Nacido para perder (1967), con su violento retrato de las bandas motoqueras en California, y Los siete salvajes (1968), de Richard Rush, sobre una excursión de un grupo de motociclistas a una reserva indígena que tiene moderadas dosis de libertinaje, música de Cream e Iron Butterfly, y la temprana fotografía del húngaro László Kovács. Se puede sumar a la lista la experimental Scorpio Raising (1963), del maestro del under Kenneth Anger, filmada en Nueva York con motoqueros de Brooklyn y un culto notable a la masculinidad de Marlon Brando y Elvis Presley bajo un fascinante halo homoerótico. Fue acusada de obscenidad y luego rescatada por directores como Martin Scorsese como influencia clave para su propio cine.

En los 70, la marca de Busco mi destino pudo rastrearse en diversas bifurcaciones que asumieron los géneros en boga en esa década, como el policial o el terror, marco para las furiosas aventuras de los motoqueros. Por un lado, Asfalto violento (1973) es un buen ejemplo del cruce de la biker movie con el neo noir, en este caso bajo la dirección del productor musical James William Guercio (quien fue también guitarrista de Frank Zappa): un excombatiente de Vietnam subido a una Harley Davidson aspira llegar a la división de homicidios en Arizona tras la pista del aparente suicidio de un anciano. En la británica Psychomania (1973) se mezclan terror y motociclistas en una historia de brujería y ocultismo que desliza la idea de los nostálgicos motoqueros como zombis que solo anhelan devorar a los vivos para sobrevivir. Por último, la australiana Stone (1974), de Sandy Barbutt, se convierte en la precursora de la reinvención del subgénero en los 80 de la mano de la saga Mad Max de George Miller y los inicios del ‘ozploitation’.

The Loveless (1981), de Kathryn Bigelow, con Willem Dafoe como modelo de las biker movies de los 80: distopía y autoconciencia.
The Loveless (1981), de Kathryn Bigelow, con Willem Dafoe como modelo de las biker movies de los 80: distopía y autoconciencia.

El trasfondo apocalíptico sustituyó al contexto contracultural de sus predecesoras y los años 80 asumieron a los motoqueros como integrantes privilegiados de las nuevas distopías. The Loveless (1981), la ópera prima de Kathryn Bigelow, codirigida junto a su productor Monty Montgomery, sitúa la acción en el Sur de los Estados Unidos, asimilando la iconografía de los rebeldes de los 50 con los entornos desérticos de los 70, y con el chico malo encarnado por Willem Dafoe, sus dientes perfectos y su pelo escarpado, tan brilloso como el cuero de su campera. Más tarde, en Calles de fuego (1984) de Walter Hill, una banda de motociclistas secuestra a la cantante Ellen Aims (Diane Lane) para congraciarse con su líder, obsesionado con ella. Convertidos en villanos fantasmales en una ciudad oscura y agonizante, la película le debe tanto a Más corazón que odio de John Ford -con ella establece la ligazón cinéfila más genuina- como a los nuevos exponentes de la ciencia ficción de esa década, con Blade Runner a la cabeza. Ambas ofrecen la síntesis de una tradición que busca reverdecer solo en su propia autoconciencia.

El club de Los vándalos, con Jodie Comer y Austin Butler
El club de Los vándalos, con Jodie Comer y Austin ButlerUIP

Los años que vendrían dejarían a los motociclistas como un recuerdo lejano. La mirada de Jeff Nichols y El club de los vándalos se refugian en el libro de fotografías de Danny Lyon como una ventana a aquel tiempo, a su origen rebelde, a su periplo de descubrimiento y fascinación. Las instantáneas de esas páginas asoman aquí en las voces de sus narradores, sobre todo a través de la sarcástica Kathy en sus comentarios como observadora y participante de aquella mística evanescente. Un estilo de vida signado por la travesía, por la crisis del arraigo y la pertenencia, por el movimiento constante. El amor por las motos, la utopía de la libertad, y luego la emergencia de la violencia y la autodestrucción. Ese retrato de luces y sombras es el que asoma en El club de los vándalos, pero también un viaje a otra época y a otras rutas salvajes. Aquellas que fueron gloria y decadencia de una juventud rebelde, de una generación con ánimo de forjar su propio destino.

Paula Vázquez Prieto

Fuente: La Nación