Los últimos días de Julio Verne
Los últimos días de Julio Verne: amores furtivos, personajes siniestros y un misterioso crimen
El policial, el relato de aventuras y la novela psicológica se cruzan en la nueva novela de Sergio Olguín, que combina personajes reales con hechos de ficción, en la París de fines del siglo XIX; a continuación, el capítulo uno: “En el nombre del padre”
Lo último que recordaba era a Leyla, desnuda de la cintura para arriba. La habitación se había dado vuelta y su nariz había pegado contra el piso de roble encerado, justo al lado del sillón regencia. Consiguió apoyar las manos en el asiento y apenas hizo a tiempo para voltear la cabeza y no vomitar en el tapizado. Después de la segunda arcada, la habitación volvió a girar y esta vez vio la araña de bronce, que nada más tenía un par de velas encendidas. No podía respirar, sentía que se ahogaba y no había manera de remediarlo. Entonces apareció Leyla, sin ropa, y tapó la visión de las velas. Ella le hablaba y él podía oírla, pero su mente no llegaba a armar las frases, ni siquiera a comprender las palabras. Cuando Leyla le levantó la cabeza, su cara rozó el cuerpo de la chica. Le hubiera gustado acercarse más, pero en ese instante se le cerraron los ojos y cayó en un pozo profundo, como si se hubiera muerto.
Ahora, frente a sus ojos abiertos, estaba su padre. Lo observaba serio, sin un rasgo que delatara sus sentimientos. Así se imaginaba que la gente lo iba a mirar cuando lo velaran. Estoy muerto, pensó, y le alegró la idea de poder seguir viendo el mundo, aunque el mundo fuera la barba canosa y los ojos glaucos de su padre. ¿Podría también hablar si se lo proponía?
–Papá…
No. No estaba muerto y se sintió un estúpido al decir “papá”. Debería haber dicho “padre”, incluso “Verne”, que era como lo llamaba en algunas ocasiones, o cuando se refería a él ante terceros. “Papá” era demasiado cariñoso, demasiado concesivo para ese hombre que lo miraba con frialdad.
–¿Dónde… dónde está Leyla?
Intentó levantarse, pero se sentía tan débil que su cuerpo parecía estar atornillado a la cama. Su padre no atinó a ayudarlo y Michel se resignó a quedarse acostado.
–Le dije que se fuera, que quería hablar a solas con vos.
Michel trataba de comprender qué estaba pasando. ¿Su padre había venido porque él casi se había muerto? ¿Quién le había avisado? ¿Cómo había hecho para llegar tan pronto a París? ¿O habían pasado varios días y él había perdido la cuenta?
–¿No estaba en Nantes, padre? ¿O en Amiens? –llegó a preguntar y con la fuerza que le quedaba consiguió incorporarse.
Tuvo miedo de sufrir un mareo, pero fue peor: un dolor lacerante le estalló en la cabeza. Cerró los ojos y sin abrirlos oyó a su padre.
–Hace cuatro días que estoy en París. Vine a verlo a Hetzel y también a Dumas. Y a reunirme con los amigos de Hetzel padre y con los amigos de Dumas hijo. Finalmente parece que la Academia está dispuesta a reconocerme.
Tenía que estar ocurriendo algo demasiado grave si su padre contestaba con tanto detalle a una pregunta suya. Verne también habría notado que su comportamiento no era el de siempre, así que no dio más vueltas.
–Vine a verte porque necesito tu ayuda.
Sin pensar en las puntadas que le atravesaban la cabeza, Michel se sentó en el borde de la cama y quedó frente a su padre, que apenas apoyaba el culo en el sillón que habían comprado con Leyla en el Mercado de Pulgas de Saint-Ouen. Verne se sentaba a la altura del comienzo de los reposabrazos, como una púdica virgen que no quiere mancillar su virtud apoyando parte de su cuerpo en un mobiliario promiscuo y sucio. Era la primera vez que su padre visitaba el piso en el que vivía con Leyla, era la primera vez que le daba alguna explicación sobre su vida de escritor y era la primera vez que oía de sus labios un pedido de ayuda, a él o a otra persona. Tantas novedades le daban mala espina.
–¿Yo, ayudarlo?
–Vine desde París en barco. Fondeé en Charenton. Necesito que vengas conmigo al barco. Ahora mismo.
El Saint-Michel III. Una embarcación a vapor y vela con la que alguna vez Verne había bordeado la Península Ibérica, el norte de
África e Italia, en un viaje al que no lo había llevado. ¿Dónde había dejado el reloj? Debían ser las siete de la mañana.
–No puedo, no estoy en condiciones de moverme –dijo con cierto tono de fastidio. La visita de Verne comenzaba a resultarle molesta. Hubiera preferido que su padre le reprochara el desorden del piso, la ropa interior de Leyla tirada por toda la habitación, el olor rancio que le recordaba los vómitos de la noche anterior. O que su padre lo amenazara con la cárcel nuevamente. Cualquier cosa, antes que la presencia de ese hombre que intentaba ocultar la desazón que lo invadía. Sin dudas, había problemas y su padre era un ángel negro que venía a darle las malas nuevas como un arcángel San Gabriel del infierno.
–No te pido que me hagas un favor. No estoy loco. Necesito tu ayuda y voy a pagar por ella.
Sacó del bolsillo interior de su chaqueta un fajo con billetes. Sin contarlo, lo dejó sobre la sábana arrugada, al lado de las piernas peludas de Michel, que solo tenía puestas una camisa y una muda de ropa interior.
Michel miró el fajo de plata, pero no lo tocó. Volvió la vista a su padre.
–Hay dos mil francos –le aclaró Verne–. Tengo dieciocho mil más para vos en el barco. La ayuda que necesito cualquiera me la daría por doscientos francos.
–¿Y entonces?
–Solo en vos puedo confiar. Los otros diecinueve mil ochocientos son el pago de tu discreción.
Veinte mil francos era más de lo que Michel podía gastar en un mes tomando el mejor champagne de Reims, perdiendo al póker todas las noches y en el hipódromo de Vincennes todas las tardes. Era más de lo que le cobrarían las modistas para hacerle a Leyla decenas de vestidos nuevos. Era más de lo que él hubiera derrochado en mujeres en Place Pigalle. Era mucho más de lo que el diablo pagaba por un alma como la suya.
–¿Y qué tengo qué hacer?
–Deshacer. Tenés que deshacerte de un cadáver.
II
Mamá Badiou lo saludó como hacía siempre, en voz bien alta y llamándolo “señor Verne”. Pero esta vez Michel no pudo cumplir con su habitual rutina de llevarse una manzana a crédito. No se acostumbraba al ruido de los autos que habían invadido París haciéndola intransitable. Los vendedores de diarios debían gritar más fuerte y los carreros hacían lo mismo para calmar a los caballos que se asustaban con las bocinas. El bullicio era insoportable. Verne y Michel subieron a un coche que los estaba esperando. A su padre siempre le gustaban las novedades y no perdía oportunidad de tomar un auto de alquiler para moverse por la ciudad. Aunque un coche a motor no era una mala elección para cruzar París desde Pigalle hasta Charenton.
No hablaron en todo el viaje. El traqueteo del auto lo cargaba de modorra. Por momentos, llegó a soñar con su madre. Recién al llegar a Bercy, Michel le preguntó por Honorine.
–¿Y mamá?
–Como siempre, en casa. O en lo de Susanne.
Escuchar el nombre de su media hermana lo predispuso mal. Susanne y el idiota de su esposo lo odiaban tanto como él los despreciaba. Una buena razón para estar lejos de Amiens –otra buena razón– era no tener que soportar a su hermana y a su cuñado.
Al llegar a Charenton, Verne le indicó al chofer que no lo esperase. Michel respiró profundo. Le llegó un olor a agua de río y alquitrán. Le gustaba Charenton más que los puertos de París. En esos muelles sentía que el Sena era más río. Las embarcaciones ocupaban todo el frente del canal, mientras algún barco a vapor esperaba que abriera la esclusa para alejarse rumbo al curso inferior del Sena, hacia Rouen y El Havre. Los barcos llegaban o se alejaban, y los tranvías a caballo entraban a París repletos de gente que iba a su trabajo. El tranvía 13, que hacía la ruta de Créteil a Bastille, se arrastraba como un mal presagio delante de sus ojos. Los últimos carros de frutas y verduras provenientes del valle del Marne se dirigían deprisa hacia el mercado de Les Halles.
Caminaron por los muelles esquivando las grúas y bajo la mirada displicente de los marineros, que calafateaban sus gabarras, y del esclusero que cumplía con su rutina de trabajo. Se alejaron por el camino de sirga hasta llegar al barco.
Durante todo el viaje, Michel se preguntaba por qué su padre había venido en el Saint-Michel III, un barco imponente, pensado más para viajes marítimos que fluviales. Él detestaba ese barco, que había reemplazado al velero Saint-Michel II, con el que habían realizado tantos viajes por el Mar del Norte. En cambio, fue poco después de que comprara esa poderosa nave a vapor cuando Verne lo ingresó en un instituto de menores.
Pero no se detuvieron frente a ese barco. El Saint-Michel III también había sido reemplazado. El nuevo era un navío más pequeño, aunque no por eso menos ostentoso. Se destacaba entre las demás embarcaciones, como un hombre de frac en una manifestación de obreros. Sobre la proa, escrito con letras negras, se leía el nombre: Sloughi.
–¿Y el Saint-Michel?
–Lo vendí. Demasiados gastos. Ya no son tiempos para dilapidar dinero.
Michel se acordó de los veinte mil francos que iba a cobrar, pero no dijo nada.
El Sloughi no estaba pensado para rodearse de barcazas que transportaban carbón, madera o yeso, y en cuyas cubiertas cacareaban gallinas encerradas en jaulas de alambre. A derecha y a izquierda, había gabarras tripuladas por hombres recios, que en tierra firme vivían en las tabernas; algunos solitarios, pero otros viajaban acompañados por sus mujeres, que colgaban la ropa blanca en cuerdas tendidas por encima de las embarcaciones. A propósito, ¿quién había piloteado el barco de su padre?
–Vine solo –fue la escueta respuesta de Verne.
Muy probablemente, mentía.
Subieron al barco e ingresaron a la cabina. Le pareció que su padre lo hacía con cierta dificultad, a pesar de ayudarse con el bastón. Desde que le habían disparado en la pierna, lo torturaba una renguera que intentaba disimular. A Michel le dio un pudor inesperado observar que Verne había envejecido en esos años y desvió la mirada, como si lo hubiera descubierto en ropa interior.
El Sloughi olía a mar y a barniz. Su padre iba delante, pero en un momento se detuvo y le dejó paso para que observara la cabina. Tuvo que acostumbrarse a la poca luz natural que se colaba por los visillos de las ventanas y la puerta abierta.
Sobre la mesa del comedor, como si fuera una camilla, había un cuerpo desnudo. Un adolescente rubio, con los ojos cerrados, las formas como talladas en mármol de Carrara. Tenía la belleza de un santo renacentista, de un efebo griego. Hay muertos que parecen personas vivas descansando plácidamente.
LA NACION