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Cuatro días a caballo por la precordillera calchaquí

Cabalgata al paso y bajo la luna llena, entre parajes remotos y el lujo de una posada con encanto

Texto de Ana van Gelderen / Fotos de Sofía López Mañá

  

CERROS CALCHAQUÍES (Tucumán).- La propuesta me atrae de antemano: cuatro días y tres noches al paso, entre los cerros tucumanos. Un puesto en medio de la nada, como primer albergue; una hostería con historia y muy bonita, para las dos siguientes. Varias horas de cabalgata, pero no más de seis por día. Caballos criollos, mansos y acostumbrados a la montaña. Parajes sin señal de celular, ni wifi, en pos de una desconexión total. La dosis justa de aventura y confort. Viajo con Sofi López Mañán –mi compañera fotógrafa–, con Nicolás Paz Posse –nuestro guía y líder de Cabra Horco Expediciones– que completa su equipo con Facundo Moyano Paz, Leo Cruz y su amigo Maximiliano Pfister. Pero hay más. Compartimos la travesía con el familión que componen las hermanas Mariana e Isabel Sola. Marian, que es artista y vive en Canadá desde hace varios años, voló hasta acá para visitar a sus parientes de Argentina. Llegó con Violeta Garavelli Sola, su hija menor, y se sumaron a esta cabalgata con Isabel y su marido, Guillermo “El Negro” Díaz, con Gonzalo Díaz Sola (hijo de Isabel y El Negro) y con Chiara Casadei, que es la novia de Gonza. Con la excusa de unas vacaciones en familia, Marian voló desde Canadá, donde vive con su hija, para ser parte de esta cabalgata.

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El grupo de jinetes en la travesía por los Valles Calchaquíes: una familia completa, dos periodistas y los guías locales.

El punto de encuentro con los caballos es un puente que cruza el río Grande, en El Siambón, a 1.100 metros de altura sobre el nivel del mar. Me subo a Nieve, la tordilla que me asignan, y salimos a las once menos cuarto de la mañana. Nos acompaña un caballo adicional a tiro y con una mula cargada. Andamos por la Quebrada del río Grande. Siete veces cruzamos el río, entre laureles, bromelias, tipas, algún que otro palo borracho, nogales y cactus. Cuanto más subimos, más aparece el pastizal de altura, con los alisos, cochuchos y el sauco. Y también con el viento fresco. Vemos algún cóndor, jotes, caranchos y un águila mora. En un sector de buen pasto y vista inmensa, paramos para almorzar un sándwich de milanesa bajo un árbol. Dos horas más tarde pasamos por el epicentro de Anfama, donde viven 20 familias; hay una salita y una escuela. Su nombre significa “lugar de encuentro”, en lengua kakán, porque los antiguos pobladores bajaban por acá para ir a San Miguel de Tucumán. Del otro lado de los cerros, están los valles Calchaquíes: Tafí, Amaicha del Valle y Cafayate. Cuando cae la tarde llegamos al puesto de la familia Rasguido, en Los Campitos, Anfama,  a 1.800 metros de altura sobre el nivel del mar. Muy a su pesar, Nicolás viene en camioneta (y no a caballo) porque le acaban de colocar un stent y debe cuidarse durante unos días.

Itinerario de la travesía

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“Anfama es la localidad menos aislada de estos cerros. En esta época del año se puede llegar en 4×4 desde Ancajuli”, me cuenta sobre esta zona de la precordillera calchaquí está integrada por cinco parajes a lo largo de 50 kilómetros: Anfama, San José de Chasquivil, Chasquivil, Ancajuli y Las Arquitas. “Es un mundo paralelo de 100 familias… Aunque, comparado con lo que sucedía hace algunos años, ahora están cada vez más conectados y hay wifi en las escuelas. La mayoría de los habitantes son descendientes de aimaras y se dedican a la cría de vacas, ovejas y gallinas”, agrega. Lo de Ester y Enrique Rasguido es un puesto que hace 20 años devino en albergue. Ellos son de acá y Ester es enfermera, pero su principal ocupación es recibir turistas que llegan a caballo, en bicicleta o caminando. Tienen 23 camas, baños para compartir y ofrecen comida casera, que se sirve en el comedor o en un patio donde un burro viejo –dicen que tiene 40 años– arranca sonrisas a los viajeros. El puesto está en medio de la montaña, con vista al cerro Negrito, de 4.800 metros de altura. El agua de la vertiente llega por una manguera; la luz, por panel solar; y el gas es de garrafa. “Cuando yo recorría esta zona a caballo, con mis padres y mis primos, solíamos dormir en las camas que nos ofrecían a cambio de comida. La gente siempre fue muy amable. Ahora muchos se organizaron y tienen camas tarifadas e incluso freezer. En la mayoría de los lugares todavía se comunican con mensajes escritos en un papelito que salen por radio VHF”, asegura Nico.

foto AML
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Gonzalo y su novia Chiara Casadei disfrutan de una siesta al sol después de almorzar en un alto de la cabalgata.

En el patio delantero de los Rasguido, todos reunidos alrededor de la mesa, cenamos empanadas de carne y guiso, un rato antes de que Facundo agarre la guitarra para tocar alguna que otra zamba, una chacarera, y de que Isa y Sofi se pongan a bailar. “¿Se van ahora?”, pregunto en un momento, sorprendida porque es de noche y dos personas salen a caballo. “Sí, claro”, me contesta Nico, con la naturalidad de quien conoce el cerro. “Muchos aprovechan la luna llena para moverse de un paraje a otro”, agrega. Y cita a Atahualpa Yupanqui, que vivió y se inspiró en Raco: “Siempre he pensado que nada es mejor que viajar a caballo, pues el camino se compone de infinitas llegadas. Se llega a un cruce, a una flor, a un árbol, a la sombra de la nube sobre la arena del camino; se llega al arroyo, al tope de la sierra, a la piedra extraña. Pareciera que el camino va inventando sorpresas para goce del alma del viajero”.

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Nicolás Paz Posse cabalga por los cerros desde que tenía cuatro años, estudió Administración de Empresas, trabaja en una exportadora de frutos rojos y el resto de su tiempo lo dedica a conducir expediciones por la precordillera calchaquí.

El lujo de adentrarse

El amanecer de un feriado patrio es soleado y despejado. Nico propone entonar el himno nacional antes de salir a caballo hacia Las Queñuas, nuestro próximo destino en San José de Chasquivil. Hacemos nueve kilómetros en tres horas, con muchas bajadas y subidas. “Los caballos andan a siete kilómetros por hora en el llano. En cambio, en la montaña, andan entre tres y cuatro por hora”, nos ilustra Nicolás, que sí puede hacer esta parte del trayecto porque es más corta que la del primer día. La senda se percibe más cerrada y, cada tanto, aparece algún duraznillo florecido. Lindísima y muy bien puesta, la posada Las Queñuas es un gran sitio en medio del cerro y en medio de la nada. Le dicen “la sala” (como se denomina en el norte a los cascos de estancia). Está en una propiedad de 800 hectáreas, a 2.100 metros de altura sobre el nivel del mar.  Nicolás cuenta que el establecimiento pertenecía a la familia Silva y se desmembró. Esta parte fue adquirida por un inglés, Percy Hill, que se enamoró de Tucumán. Tanto le gustó este lugar que se hizo una casa de veraneo, de la que sólo quedaron ruinas y la terraza. El último dueño fue el ingeniero Roberto Martínez Zavalía. Para construir la posada actual se hicieron más de 4.500 viajes de mula durante cuatro años. Tiene tres habitaciones con baño privado, y dos más simples, con baño para compartir. Hay un comedor y un living con chimenea donde jugaremos a las cartas; una amplia galería que nos convocará alrededor de cerveza; y un fuego que cuando llegamos está divinamente atendido por Leo, quien salió de Anfama más temprano para esperarnos con un asado. Los anfitriones aquí son otros Rasguido –parientes de los anteriores–, Omar e Isolina, y Gustavo Silva.

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La posada Las Queñuas cuenta con instalaciones muy confortables y, entre los cerros, está rodeada por paisajes únicos. En el paraje de los Rasguido los platos caseros servidos en el comedor son una oportunidad de encuentro.

Tras una siesta al sol, con Nico, Isa, Marian y Viole vamos a visitar la escuela de San José de Chasquivil, que está a unos metros de la posada. Es rural y funciona también como albergue. Recibe a 21 niños que viven en los cerros para dormir. Como es fin de semana largo, los chicos no están, pero sí hay docentes que nos cuentan todo lo que les hace falta en este rincón remoto de nuestro territorio que los políticos –los de hoy y los de siempre– parecen esquivar. “La primera vez que subí al cerro tenía cuatro años. Fue para un rodeo de hacienda en la estancia Sauce Yaco, que era de mi abuelo, entre San Javier y Raco. Subí en Pampero, mi caballo, con mi papá y una tía. Estaba muy contento porque al cerro sólo iban los grandes”, cuenta Nicolás cuando le pregunto por su vínculo con los caballos y los cerros. “Ya más grande, cuando tenía alrededor de 13, un tío me contrató para trabajar con los peones. Me pasaba días juntando hacienda de puesto en puesto. Aprendí mucho de uno de mis primos”, agrega. Al terminar el colegio, estudió Administración de Empresas. Sin embargo, nunca dejó de subir al cerro. Y, de pronto, algunos conocidos le pidieron que los llevara. Empezó a hacerlo en el 2000, durante los fines de semana, para poder estudiar. De todas maneras, Cabra Horco Expediciones no es su única ocupación. También trabaja en una empresa exportadora de frutillas y arándanos. “Esto lo hago porque me gusta y gracias a que tengo un equipo. Nunca voy solo de guía, ni hago todas las salidas. Somos privilegiados por poder llegar hasta estos parajes y conocer la gente que los habita. Siento una responsabilidad grande por haberme metido en sus vidas. Tengo que estar para ayudarlos, y si hace falta, hasta llevarlos al médico”, cuenta Nico, que ama andar porque, según enfatiza, “llego a lugares que añoro”. Lo suyo es cuestión de familia. Define a su mamá como “una enferma por los caballos” y a su papá como un hombre que “anduvo hasta los 80 años”. A sus hijos pequeños les enseña lo mismo: “Primero el caballo y después vos. Cuando volvés de andar, antes de tomar tu Nesquik tenés que desensillar, bañar y darle de comer a tu caballo”.

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Enrique Rasguido es anfitrión en su casa de los cerros donde las empanadas de carne, emblema de la gastronomía local, son protagonistas del menú.

Conversaciones enlazadas

Después de una reconfortante noche en Las Queñuas –que tiene muy buenos colchones y baño completo–, el plan del tercer día es salir a caballo por los alrededores de la posada. Bordeamos los ríos Las Puertas y Liquimayo, y llegamos hasta el límite entre San José de Chasquivil y Chasquivil. Aparecen más y más pajonales dorados. Y, cada tanto, hay algún arco de fútbol, o más bien dos postes y un travesaño sin red. Los cóndores, las chuñas pata roja y alguna que otra perdiz se cruzan con los chanchos, las vacas y las ovejas que cría la gente de aquí, sin alambrados y a puro arreo. El almuerzo es en medio del cerro, en El Antigal, donde se divisan las ruinas de piedra de antiguas casas calchaquíes. Leo y Facu despliegan una plancheta, prenden un fueguito y se lucen con un salteado de pollo y vegetales que comemos con pan casero. Mientras algunos dormimos una siesta al sol, otras salen a caminar, más enérgicas. El regreso a la posada comienza dos horas después. Lo especial de andar a caballo por la senda es que las charlas se arman, se interrumpen y se vuelven a armar al paso de los animales. Las conversaciones dependen, en gran medida, de su andar. Cuando uno toma agua, otro se adelanta y aparece un nuevo interlocutor; uno se queda en una cuesta, se acerca el de más atrás y hay alguien nuevo para entregarse a la escucha. Así nos vamos conociendo y versamos sobre distintos temas: el desempeño de Los Pumas en el último Mundial de rugby (con El Negro); cómo es la vida en Vancouver (con Marian); los tipos de aves y el arte de dibujarlas (con Chiara); los desafíos de gerenciar, siendo mujer, una multinacional (con Isa); y de quién hace el mejor sándwich de milanesa en San Miguel de Tucumán (con Facu). De regreso en Las Queñuas sale una ronda de truco. Hay más guitarra –rasgueada por Gonza que es músico– y cantamos clásicos de nuestro cancionero popular, como Zamba para olvidarte y Canción del Remanso. Es nuestra tercera noche juntos y, de pronto, noto que estamos hablando de política. Es claro que se afianzó el respeto y que crece cierto afecto que nace de lo compartido.

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El último tramo de la cabalgata sumó la magia del clima: la niebla envolvió la aventura con un halo especial.

Con el cerro de testigo

Último desayuno. “Sentate derecha”, le dice Marian a Viole, que mira a su madre con cara de fastidio y me señala a mí, que ipso facto me pongo derecha. Las tres nos reímos. Estamos terminando el viaje y las hermanas Sola –dupla inquebrantable–, con El Negro, Viole, Gonza y Chiara no sólo nos hicieron parte de su familia, sino que además armamos cofradía. El regreso a Raco es con niebla bien pesada y mucha magia. Por momentos garúa y aparece de nuevo la yunga, tan verde y repleta de bromelias, arcilla y piedra. Llegamos hasta La Hoyada, donde se juntan los ríos Duraznillo y San Miguel para formar el río Grande. En la galería de un puesto de la estancia Sauce Yaco, al pie del cerro Cabra Horco, almorzamos las empanadas de carne que chorrean y que nos prepararon los lugareños. Después encaramos la última subida, con cumbres de 2.300 metros, pasamos por Potrero de Mulas, y entramos a Raco, donde le quito el modo avión al celular y me entran los mensajes de cuatro días. Tras recorrer 60 kilómetros, a eso de las seis de la tarde, en el hotel La Pedrera, me bajo de la yegua y se la entrego a uno de los hijos de Nico, que llegó para ayudar a su papá. “¡Gracias, Nieve!”, le agradezco a la tordilla y le doy una palmada. “Niebla”, me corrige el niño. Y, con alguito de culpa por la confusión, me río de la paradoja: durante cuatro días deposité mis kilos –con mis antojos e ilusiones– en una yegua de la que recién ahora me sé el nombre.

Datos útiles

Cabra Horco Expediciones
En 2004, tras años de andar por los cerros, Nicolás Paz Posse creó esta empresa de turismo que opera en Tucumán, pero recibe gente de todo el país y buena parte del mundo. Proponen circuitos bien variados, con caballos, guías, alojamiento y comidas incluidas.