Preguntas a los padres antes que sea tarde
Siempre nos cuestionamos por no haber indagado a tiempo, como si fuera posible saberlo todo acerca de quienes están más cerca. Este artículo reproduce el newsletter de Cultura: lecturas, cine, teatro, arte, música e historias que despiertan entusiasmo y, por qué no, fascinación o perplejidad
“New York Interior,” circa 1921, de Edward Hopper.
Desarmar una casa es desandar una vida. Si esa casa es la de tus padres o la de alguno de ellos, es desandar la vida que te precedió; la que, de algún modo, señaló desde el vamos la ruta de tu propio destino.
Desarmar una casa familiar es llenarse de preguntas que no serán respondidas. Que, a lo sumo, serán hechas en voz alta en compañía querida. Y que, en lugar de respuestas, recibirán especulaciones, ensayos vagos u obtendrán a cambio, si tenemos suerte, alguna frase afortunada para calmar la ansiedad.
Dos años después de su muerte, terminamos de desarmar la casa de mi papá, que ya no es suya ni nuestra.
Todas las preguntas ahora están de este lado.
«Mujer mirando por la ventana», de Edvard Munch.
¿Cómo era la casa en donde creciste?
Me alucina cómo ciertos relatos chiquitos, casi nimios, pueden quedarse para siempre grabados en tu cabeza si quien te los contó es alguien que te importa mucho.
Pienso en mi papá, tiene unos 4 o 5 años y se escondió debajo de la cama, en su casa de Salta. Es noviembre, hace mucho calor y está esperando morirse. Unos chicos más grandes de la cuadra le advirtieron que si se comía las moras calientes iba a morirse y pese a eso fue, se trepó a la morera y se las comió igual. Entonces, ahora está esperando que llegue la muerte que le anunciaron los vecinos. Imagino que no tiene idea de qué es, pero la espera.
¿Cómo imagina que es la muerte un chico a esa edad? La muerte, lo no presente. Lo que sigue a la vida pero también aquello que está antes de la vida porque los chicos muchas veces creen que antes de nacer estaban muertos: no es fácil entender el no ser.
Me encantaría preguntarle hoy cómo imaginaba la muerte entonces, él que nunca más habló de morirse porque daba la impresión de que se creía inmortal o que, al menos, eso iba a suceder cuando fuera muy muy viejito, como les decimos siempre a los más chicos. Muy viejito y sin darse cuenta.
Esa historia de las moras y las escondidas es lo único que sé de la casa en la que nació y creció mi papá. Esa historia de la espera debajo de la cama es lo más parecido a los miedos por un encuentro con la muerte que me dejó mi papá como relato.
«Padre e hija», de Charles Moreau.
¿Qué libro te cambió la vida?
Desarmar las bibliotecas de mi papá —eran varias, desplegadas por todo el departamento— resultó una tarea épica. Lo primero que hicimos fue llamar a Horacio Tarcus, director del Cedinci, el Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas, para donarles los materiales que podían servir a los investigadores. Una tarde de sábado, a la hora de la siesta, Horacio pasó por el departamento de Moreno y Solís y subido a una escalera alta estudió los materiales con ojo experto. Se llevó unas cuantas bolsas pero después de su visita quedaron en los estantes una enorme cantidad de ejemplares, la mayoría de ellos comprados a lo largo de los años
Esos libros huérfanos los fuimos repartiendo entre los diferentes miembros de la familia y algunos amigos. Hubo también materiales viejos, gastados, diría inútiles, si no me doliera usar esa palabra para algo que para mí es siempre un documento, pero eran claramente libros y revistas desgajados y con destino de container. O, al menos, para hijos agotados de clasificar, resolver y repartir, eran páginas y páginas que ya no servían. Había también una enorme cantidad de libros de medicina, que pertenecieron a los diferentes médicos de nuestras familias: eso también halló un destino.
No tengo idea de cuál fue el libro que le cambió la vida a mi papá, nunca se lo pregunté y hoy me arrepiento. Sé que hay libros que nombraba mucho. Espartaco, de Howard Fast, por ejemplo. Sacco y Vanzetti, del mismo autor. El viejo y el mar, de Hemingway.
De esos libros hablaba cada tanto, recuerdo haberlo escuchado nombrarlos siendo yo bastante chica y se me ocurre pensar que son las novelas con las que aprendió a leer —a ser lector, más precisamente— y, posiblemente, al menos las de Howard Fast son las que seguramente le indicaron un punto de partida para pensar temas vinculados a la justicia y la injusticia social.
Los anarquistas italianos Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti fueron condenados a muerte por un crimen que no cometieron. Howard Fast escribió una novela sobre el caso.
A mi viejo le gustaba la ficción pero la política le tomaba horas de lectura y pensamiento, por lo cual su biblioteca estaba llena de libros de ensayos, algunos hoy arcaicos, vetustos, y otros todavía vigentes o que, al menos, permiten hacerse preguntas. La imagen devolvía estantes plenos de lecturas de la izquierda latinoamericana, decenas de biografías del Che y todos los libros de entrevistas con Fidel publicados hasta la fecha.
Lo recuerdo ya más grande, tal vez cuando tenía mi edad de hoy, pienso ahora, había comenzado a leer con fervor las novelas de Philip Roth. Se había hecho fan con el entusiasmo lector de quienes, ya tarde, logran dar con el tesoro que venían buscando desde siempre. Vaya a saber qué encontró en ese hombre que apenas tenía tres años más que él, qué clase de espejo le devolvió la literatura del judío de Newark en la que mi padre halló sus pepitas de oro.
Lo que me gustaba de verlo a mi viejo como lector de Philip Roth es lo mismo que me gustaba de él cuando escuchaba a Sinatra o veía, fascinado, las películas de Clint Eastwood. En esos momentos no había ideología que le marcara el gusto; ni siquiera importaba que los gringos fueran demócratas o republicanos; en esos momentos Estados Unidos no era el imperio opresor y lo único que había frente a él eran artistas que lograban acercarle belleza, entretenimiento, placer.
Él, que era bastante necio para discutir sobre política, un cabeza dura militante, sucumbía ante el gusto por el arte, más allá de su origen. Yo disfrutaba de eso y, aunque esas elecciones podrían haberse convertido en un precioso material para gastarlo —a él, que podía ser el más hiriente de la comarca— nunca lo hice. Me reservé siempre el placer de saber que, finalmente, su sensibilidad estética estaba ahí y no la rifaba.
Olivia Colman y Anthony Hopkins, en una escena de la película «El padre».
¿Qué querías ser cuando fueras grande?
Creo recordar que siempre dijo que ya de chico quería ser médico. De hecho, estudió y se recibió en tiempo y forma, le dieron el título a los 23. Tengo la impresión de que era algo que disfrutaba, le gustaba su profesión. No sé cuánta satisfacción le dio la especialidad a la que se dedicó (reumatología), pero sí sé que a partir de cierto momento de su vida, intuyo que cuando se radicalizó su mirada política, empezó a decir que le hubiera gustado ser sanitarista. Era médico clínico y esa parte, la de ser el médico guía de las familias, siempre la llevó muy bien. Supongo que imaginaba una vida posible imaginando políticas públicas y creo que lo habría hecho bien, a conciencia.
Hablaba poco de su infancia y de su juventud, tampoco le preguntábamos tanto, qué desperdicio. Fue poco tiempo antes de enfermarse que nos contó cómo estudiaba cuando iba a la facultad y mi abuelo no le compraba los libros sino que lo mandaba a la biblioteca con una frase que me duele aún hoy: “Con libros estudia cualquiera”.
Esa historia, la de esta frase, no me la contó él, debía dolerle. La contaba mi mamá, incluso cuando todavía vivían juntos. Ya separados ella la contaba también, estimo que con más resentimiento.
Seguro fue durante un fin de semana y fue en mi casa. Ya no recuerdo cómo llegamos a eso pero sí que me sorprendió porque nunca lo había escuchado contar nada sobre el tema. Esa tarde mi papá contó que cada vez que tenía exámenes, sacaba los libros de la biblioteca de la facultad y, como no tenía espacio en su casa, es decir, no había una habitación tranquila para que él pudiera estudiar, se sentaba en el pasillo del edificio en el que vivían, un PH cercano al Cid Campeador, y se acomodaba apoyando su espalda contra la pared y estirando las piernas hacia la pared contraria.
«Mujer solitaria», de Edvard Munch
Culo en el piso, libros sobre la falda y a los costados, atento a quien entraba y salía, así estudió Medicina mi viejo. Ni siquiera lo contó como proeza; fue una anécdota más que vaya a saber por qué nunca antes había contado. Tal vez le daba pudor; quién sabe durante mucho tiempo le resultó humillante ese relato y solo en el final de su vida algo se destrabó y pudo contarlo. A veces los viejos se liberan tarde de ciertos prejuicios sobre sus propias vidas.
Vuelvo a su afecto por su profesión. Me parece que cuando decía que le hubiera gustado ser sanitarista es porque hubiera podido, de ese modo, tener una intervención en la esfera pública, algo que no tuvo a gran escala y que le habría gustado profundizar, creo. Pero las veces que le preguntaba si estaba conforme con su trabajo y su destino profesional decía que sí. O, tal vez, pienso ahora y no puedo repreguntarle, mi padre decía que sí, que estaba contento con la profesión que había elegido, porque era una persona a la que no le interesaba cuestionarse demasiado. El sólo quería vivir lo más posible y lo mejor posible. Y para tener éxito en ese proyecto a largo plazo debía avanzar sin grandes conflictos consigo mismo.
Preguntarnos a cierta edad si elegimos bien nuestro oficio o nuestra profesión o, mejor dicho, responder con honestidad esa pregunta, puede ser motivo de una enorme satisfacción, pero también de una frustración severa y hasta paralizante.
Mis hijos pasaron a buscar cosas por la casa de mi papá después que yo. Ese día, cuando volvieron trajeron con ellos el cuadro con el diploma de mi viejo, que en realidad es una copia porque el verdadero está enrollado en un tubo de plástico que ya había traído yo.
“Pensamos que ibas a querer tenerlo”, dijeron. Me emociona ese diploma porque es el suyo, naturalmente, pero también porque una de las cosas que siempre estaban presentes en los relatos familiares era la universidad argentina en la que mi viejo y su hermano —que era ingeniero— habían estudiado. En ese diploma se lee la firma de Rizieri Frondizi, que dirigía la UBA cuando la palabra desarrollo no estaba vacía de sentido y todavía integraba el mapa del futuro argentino.
«Despair», de Bertha Wegmann.
¿Cambiarías algo de tu vida?
Es curioso, pero aunque mi padre fue una persona muy crítica con el sistema fue, al mismo tiempo, un optimista de la vida. Le gustaba reírse, le escapaba —a veces, demasiado— a los temas angustiantes y buscaba pasarla bien, para lo cual se arreglaba a veces con poco: un libro, una película, música en casa pero sobre todo en el auto.
Viajó bastante aunque no todo lo que hubiera querido. Y en esos viajes disfrutaba muchísimo: lo contaba al regreso y lo pudimos comprobar ahora, al encontrarnos con cajas y cajas y cajas de fotos de todos los tiempos.
Fotos suyas y fotos nuestras. Fotos de desconocidos. Blanco y negro, color, diapositivas. Fotos de familia o de amigos que ninguno de los que lo sobrevivimos logramos ubicar. Fotos en las que está y en las que no está. Fotos de nuestra juventud y de la suya. Fotos de hospital, con otros médicos. Fotos de su colimba en la Policía. Fotos de grandes mesas familiares como ya no existen. Fotos de mis hijos bebés, de mi primera panza de embarazada. Fotitos carnet de todos y todas. Fotos sepia de familiares que nunca sabremos reconocer porque ya no tenemos a quién hacerle las preguntas correctas.
Hay unas fotos en particular que son hermosas. Están ahí, papi y Mabel juntos, en un viaje que hicieron a Italia y que los devolvió felices como nunca. Cada una de las fotos de ese viaje es redonda, perfecta. Soñada. Todo es hermoso, los paisajes, la luz, sus sonrisas, sus abrazos.
«Autómata», de Hopper.
Cómo nacen las preguntas
Comencé a pensar en este texto a partir de una publicación de Instagram en una cuenta que propone capturar historias familiares (@capslestories). En ese posteo, planteaban “siete preguntas para hacerle a tu mamá antes de que sea demasiado tarde”. Se trataba de una propuesta que tal vez en otro momento habría pasado por alto pero que llegó en días especiales para mí, recién llegada de un viaje muy estremecedor y mientras terminábamos de vaciar la casa de mi papá.
Las preguntas e inquietudes de ese posteo —todo ilustrado con imágenes marketineras y pensadas para conmover almas gélidas— eran estas:
1- ¿Cuál es el recuerdo más feliz que tenés de nosotros?
2- ¿Cómo fue para vos el primer año de maternidad?
3- ¿Hay algo de la historia de nuestra familia que guardes como secreto?
4- ¿Qué es lo más lindo que hice por vos?
5- ¿Qué es lo que más deseás para tus hijos?
6- ¿Qué es lo mejor y lo peor de envejecer?
7- Decime aquello por lo que te gustaría que te recuerde siempre, cuando ya no estés.
Y me pasó algo raro y es que estas preguntas no solo despertaron en mí más ganas de saber aquello que ya no voy a poder preguntarles a mis padres sino que me dieron ganas de responderlas para que mis hijos cuenten con estas respuestas el día de mañana.
Pero claro, inmediatamente pensé que siempre habrá preguntas que queden sin respuestas. Voy a esto: aunque nos propongamos dejar montones de respuestas, cuando ya no estemos surgirán, en quienes nos sobrevivan, nuevas preguntas. Hay algo del orden de la insatisfacción humana y de cierto sentido común en pensar que el avance del tiempo traerá nuevas preguntas o cambiará las existentes. Cada época tiene sus desafíos e intereses. Cada persona también tiene los suyos.
Pienso que, aún si consiguiéramos dejar una autobiografía detallada con información y opiniones sobre cada tema que consideramos clave para los nuestros, igualmente habría grietas en ese relato e intersticios de dudas, desconfianza e insatisfacción en los que se quedan.
No estoy tan segura de que podamos conocer mejor a los que tenemos o tuvimos tan cerca.
«Los cuidados», de Agustina Larrea, fue publicado por Paripé Books.
Matías y lo siniestro
Mientras escribía este envío, leí un libro de cuentos poderoso. Se llama Los cuidados, fue publicado por Paripé Books y es el primer libro de ficción de una periodista cultural, una amiga, Agustina Larrea. Un libro trabajado a lo largo de varios años que abreva en la tradición de lo inquietante y de lo siniestro, en el sentido que le daba Freud, aquello de lo familiar vuelto extraño. Son siete relatos datados en el pasado.
Uno de los cuentos, en particular, me clavó una astilla en el corazón de estas reflexiones de hoy. Se llama “Ese calor que vuelve” y cuenta la historia de Matías, un chico que crece en un pueblo, al cuidado de su abuela. Hay datos que nos indican que estamos fines de los 80; Matías no tiene padres y en el desarrollo del relato iremos sabiendo o intuyendo qué pasó con ellos.
Es verano y la abuela decide mandarlo a pasar las vacaciones a Buenos Aires, a la casa de su tía Delia, hermana de su abuela, una casa en la que sus padres alguna vez también estuvieron…
Ese verano Matías conocerá a Aníbal, encargado del garage en el que Delia deja su auto y, estimulada por el hombre mayor, se inicia una extraña relación amistosa, una suerte de iniciación a la vida basada en una intimidad de los automóviles que duermen en el playón.
A Delia no le gusta Aníbal, al lector tampoco. Matías no sabe, no termina de saber qué hay detrás de ese hombre. En el presente de la narración, el protagonista tiene la cabeza llena de inquietudes acerca de la memoria y la forma en que se elaboran los recuerdos. Tiene, también, la cabeza llena de preguntas pero aquellos que deberían responderlas ya no están.
Te recomiendo mucho el libro de Agustina; como te dije, se trata de relatos muy elaborados, en el mejor de los sentidos. Cuentos profundos, macerados en el tiempo, bien escritos y que provocan muchos sentimientos durante la lectura.
«Joven mujer en la playa», de Edvard Munch.
Ahora sí, me despido.
Las imágenes de este envío son de pinturas de Hopper y de Munch, más el cuadro “Padre e hija”, de Charles Moreau, una imagen de la películaEl padre, con Olivia Colman y Anthony Hopkins y la tapa de Los cuidados, el libro de Agustina Larrea.
Te recuerdo mi mail, por si te dan ganas de escribirme: es hpomeraniec@infobae.com. Te deseo una buena semana y si pudiste tomarte vacaciones de invierno, disfrutá mucho. Cada uno de esos días es un tesoro.
Fuente: Infobae