¿Qué significa el Servicio Alimentario Escolar?
El testimonio de una trabajadora y madre soltera de dos hijos permite trazar una radiografía sobre la vida cotidiana de los sectores más vulnerables y la injerencia que ha tenido el rol del Estado.
Por Branco Troiano
Silvana tiene cuarenta años y es madre soltera de dos hijos, Nahuel y Matías. Nacida en Almirante Brown, en el cobijo de una familia que vivía del sueldo de maestro mayor de obras del padre, dice transitar una realidad “en la que no tenés que bajar nunca los brazos, porque no podés pretender que tus hijos hagan lo suyo de la mejor manera, ya sea en el colegio o en sus actividades, si después llegan a la casa y no ven en la mamá un ejemplo”.
En 2013, después de once años ininterrumpidos de trabajar como empleada doméstica, intentó hacer, de un hobby que cultivaba de jovencita, su principal fuente de ingresos. De esta manera, impulsada por un deseo de progreso que encontraba en un crédito de incentivo a Pymes al mejor partenaire, la manicuría se transformaría “en el primer y único laburo que disfruté todos los días, del entraba y salía todos los días con una sonrisa”. Para eso, alquiló un local modesto pero suficiente, ubicado a pocas cuadras de su casa, y en menos de un año ya tenía una clientela que la elegía mes a mes. “Fueron años muy lindos. No te digo que podía hacer de todo, lo que uno llama despilfarrar, pero la verdad es que si queríamos darnos algún gustito, lo hacíamos sin ningún problema”, señala.
En ese sentido, uno de los aspectos que destaca sin escatimar signos de orgullo y alegría es el hecho de haber podido generar una fuente laboral para otra persona: “Más allá de mis ingresos, que eran buenos y que me permitían hacer cosas que antes eran imposibles siquiera de pensar, como por ejemplo hacer un viajecito como el que hicimos con los nenes al norte del país, algo que me hacía muy bien era poder darle trabajo a alguien más. Vengo de una historia familiar en la que siempre dependimos de otros, y ahora eso había cambiado por completo”. A los siete meses de comenzar el proyecto, Silvana ya había tomado a una chica, Camila, a tiempo completo, quien en un principio hizo las veces de secretaria y se encargó de la agenda de turnos, para luego, a medida que iba incorporando los conocimientos en la materia, ser ella quien también se ocupara de las manos de las clientas. Así fue como establecieron un equipo que vio su pico de rendimiento para inicios de 2016, cuando promediaban entre seis y nueve trabajos diarios.
Sin embargo, todo se complicó. Con el aumento sideral de las tarifas de luz y gas y la caída general de la economía de 2017, los números pasaron a dar en rojo. A partir del primer gran tarifazo, el shock fue inmediato. En el correr de ese trimestre, la clientela se redujo prácticamente a la mitad. “Hice todos los malabares que te puedas imaginar, pero no había caso, tenía que cerrar”.
De un momento para otro, el día a día que tanto la gratificaba se desarticuló por completo. El golpe no era de corte económico, sino también emocional, simbólico: “Cuando parecía que por fin me iba haciendo un camino propio, haciendo cosas que me gustaban, y llevando esa alegría a casa, pum, listo, se terminó todo. Fue muy fuerte porque yo le decía a mis hijos que vieran lo que estaba haciendo su mamá, que se dieran cuenta que con dedicación cualquiera se podía proponer lo que sea”.
Con el local ya cerrado y algunas deudas aún sobre la espalda, Silvana retomó el diálogo con las personas que solían contratarla para las tareas domésticas y, poco a poco, fue volviendo al ruedo. Sin embargo, no fue un trance sencillo, ya que el efecto dominó provocado por la caída de ingresos afectaba no solo sus quehaceres, sino también a los de sus hijos: Matías, quien en ese entonces tenía 12, debía abandonar taekwondo, y Nahuel, apenas dos años más chico, lo mismo con la escuela de fútbol. Por otra parte, Silvana entendía que otra decisión pertinente a tomar era cambiarlos de colegio, a uno que estaba algo más alejado de su casa pero que incluía desayuno y merienda. Estos movimientos, asegura, fueron los más dolorosos. “Para mí es muy importante que los chicos hagan deporte, que no estén todo el día yirando en cualquier lado, pero para ese momento me era imposible pagar las cuotas. Al principio los profesores me los bancaron un tiempito, pero después ya me daba vergüenza, y ahí decidí sacarlos. Y después, lo del colegio, eso sí fue difícil, los chicos dejaron de ver a sus amigos de toda la vida, pero bueno, les expliqué bien el porqué y entendieron rápido, comprendieron que estábamos en una situación que no nos daba opción”.
Hoy, el tiempo de mayor angustia pasó y si bien Silvana no goza del bienestar que en algún tiempo supo conseguir, confía en que no falta mucho para volver a lograrlo. Confía porque, en primer término, y si bien dice no interesarse mucho por temas políticos, identifica en el actual gobierno ciertos signos esperanzadores, medidas que constituyen herramientas de contención para transitar una época tan signada por la destrucción del tejido social a la que nos arrojó la pandemia. “Yo soy diabética, y a mí, con el aumento en la cuota para cubrir nuestros alimentos, me demostraron que les importamos, que nuestros problemas existen”, dice Silvana, en referencia al aumento del 400% en la Asistencia Alimentaria al Paciente Celíaco (PAAC), que impulsó el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Axel Kicillof, a través del Ministerio de Desarrollo de la Comunidad.
En un trabajo conjunto con el ministro Andrés Larroque, el gobernador decidió llevar el monto de $400 a $2000, el cual se percibe en una tarjeta de débito del Banco Provincia. “Es un alivio, porque mucha gente no lo sabe, pero los alimentos que consumimos los celíacos son siempre mucho más caros que los normales”.
Por otro lado, asegura estar “muy contenta” con la cobertura que recibieron los colegios, entre ellos el de sus hijos, para nunca dejar de hacer las entregas de desayunos y almuerzos. “No hubo un día en que no nos trajeran ambas comidas, nunca fallaron en nada”, expresa Silvana con relación al dispositivo desplegado por el Servicio Alimentario Escolar (SAE), que durante esta gestión pasó de invertir una suma de mil millones, a ocho mil millones, llevando a que el alcance pasara de 500 mil chicos y chicas, a dos millones 32 dos mil.
“Yo ya te dije, no me gusta hablar mucho de política, pero estas cosas las vemos, las charlamos con las mamás de los demás chicos. A mí no te das una idea lo que me ayuda el hecho de no tener que gastar en esas comidas. Con eso que me ahorro, podemos estar tranquilos de que lo más importante no va a faltar nunca”. Y concluyó, con una sonrisa incipiente, en que “de esta, como de tantas otras, vamos a salir, vamos a estar mejor, yo voy a volver a poner el local y todos van a poder ir haciendo lo que se propongan, de a poquito, y con mucho esfuerzo”.
*Branco Troiano es periodista y escritor
Fuente: Télam