Un hijo de desaparecidos hoy es un sastre top
Es hijo de desaparecidos, sufrió castigos medievales durante 10 años en un convento y hoy es un sastre top de la Argentina
Nicolás Záffora tiene 48 años. Sus padres, ambos Montoneros, fueron secuestrados y desaparecidos en 1977. Lo crio un abuelo militar, que lo envió al Liceo Gral. San Martín. Luego ingresó en un monasterio donde padeció torturas físicas, pero aprendió a cortar y coser sotanas. De novio y con dos hijas, al abandonar ese lugar descubrió su vocación por la moda masculina. Empezó con USD 80, hoy es reconocido a nivel internacional y un traje suyo puede costar USD 3.000
Por: Hugo Martin
Nicolás Záffora, en su local de la calle Arroyo al 900, en la ciudad de Buenos Aires (Nicolás Stulberg)
El 26 de septiembre de 1977, por la noche, una patota entró por la fuerza en la casa de Roberto Omar Záffora y María del Carmen Barros. Los sacaron literalmente a patadas, los subieron a un auto y los trasladaron desde San Martín, en el conurbano, al centro clandestino de detención La Cacha, en La Plata. Hoy son dos de los 30 mil desaparecidos. Los Záffora tenían dos hijos: la mayor, Sabina, corrió a guarecerse a la vivienda de una vecina del barrio. El más chico, Nicolás, tenía 15 meses. María del Carmen lo amamantaba en el preciso momento que derribaron la puerta. E hizo lo que pudo para protegerlo: lo escondió debajo de la cama y rogó que no llorara. El niño nunca más vio a sus padres.
Casi 47 años después, el escenario es otro. Arroyo al 900, en pleno Barrio Norte. Una de las calles más caras y glamorosas de Buenos Aires. Allí, Nicolás Záffora, el niño que su madre escondió bajo la cama, tiene su estudio. A los 48 años, es uno de los sastres más prestigiosos del país y Latinoamérica. Emplea a 12 personas. Mucha gente poderosa se viste con él sin saber qué historia atesora este artesano de las telas, las tijeras, los moldes, los hilos y las agujas. Ni cómo trepó la cumbre de la resiliencia hasta llegar a ser el hombre exitoso de hoy. Alto, rubio, padre de dos hijas y con una novia misionera, Záffora vivió cuatro vidas -por lo menos- en una.
Roberto Omar Záffora y María del Carmen Barros el día de su casamiento. Ambos están desaparecidos (gentileza Nicolás Záffora)
Primera vida
Sentado en un mullido sillón de cuero, rodeado de sacos, camisas, cuellos y tijeras, Záffora rompe el hielo a los cinco segundos. Primera sorpresa: “Yo nací en La Plata de casualidad. Mis padres eran Montoneros. En 1977 las organizaciones estaban bastante desmanteladas. Militar ya era un problema. Iban de acá para allá. Mi madre estaba embarazada de mí y me tuvo en una clínica de Gonnet”. Con dos hijos a cuestas, los Záffora abandonaron la militancia. Y se afincaron, el tiempo que les quedó de vida en familia, en San Martín. “Allí mis abuelos les pusieron un kiosko, que estaba delante de la casa, que era en planta baja. Según parece, antes se llevaron a un tío, que estuvo un día desaparecido y habló. Así que una noche entraron con armas a mi casa. Mi mamá me estaba dando de comer, me agarró y me escondió debajo de la cama. Vaya uno a saber qué me dijo, si ‘quedate callado’ o ‘quieto’. Yo todavía dormía en una cuna. Después vino la vecina con mi hermana y me llevó. La mujer tenía el teléfono de mis abuelos. Se ve que algo habían preparado mis padres por las dudas. Los llamó y me vinieron a buscar”.
Su abuelo materno, Daniel Gonzalo Barros, era militar. Con él llegó su abuela, Carola Pellegrini. González Barros, le contaron años después, se puso a dar vueltas por el barrio y los retenes miliares que había cerca para ver si los veía. En una unidad paró, se presentó y preguntó. “Un oficial le dijo ‘se los llevaron los del Grupo de Operaciones de Tandil’, pero yo lo voy a negar. Su hija tiene posibilidades de quedar libre, el otro no”. Según averiguó su hermana, “una persona, que vive todavía, habló con mamá en La Cacha y supo de su preocupación por nosotros. También hay un relato sobre su anillo de casamiento, que mamá le quería dar para que nos busque a nosotros. Y contó que no pudo, porque se la llevaron en un horario determinado donde sabían que no volverían, que no era para ser torturados”.
Nicolás y su hermana conocieron los detalles cuando ya eran grandes. Su familia nunca les dijo nada. Los llevaron lejos. Vivieron su infancia en Azul, junto a sus abuelos Cataldo Záffora -también ex militar- y Etelvina, a la que apodaban Chicha. “En casa era todo muy silencioso. Era una historia muy tabú. Ellos también habían perdido a sus hijos. Es más, circulaba una mentira, que estaban en los Estados Unidos con un tío. Pero en el fondo, mi hermana y yo, a los 7 u 8 años, sabíamos sin que nadie nos hubiera sentado a contarnos nada”.
Nicolás, de bebé. Cuando tenía 15 meses de edad, quedó huérfano (gentileza Nicolás Záffora)
Nicolás se encuentra lejos de comulgar con las ideas de sus padres. Su compromiso es con la legalidad. Lejos de ser condescendiente, reflexiona: “La verdad, no sé qué hicieron exactamente. Pero tampoco es que eran líderes. Eran unos montoneros más. Pero supongamos que fueron criminales. Los debían haber capturado, juzgado y, en el peor de los casos, aún con pena de muerte, ejecutarlos y entregar el cuerpo a los familiares. Yo seguiría huérfano, pero en otras condiciones”.
En Azul hizo la primaria en la Escuela N°28 Domingo Faustino Sarmiento. “Era muy revoltoso. Tenía muchos problemas de conducta, peleas. Todo lo que hace un niño que quiere llamar la atención. Me imagino que estaría buscando afecto, básicamente. Como diciendo ‘¡Mamá, papá, mirenme!’”. Por lo demás, su infancia pasó entre los juegos, los deberes y la quinta familiar, donde se abastecían de frutas, verduras y los huevos que ponían sus gallinas. Nada faltaba, pero tampoco sobraba: “En definitiva, mi abuelo era un jubilado, tenía recursos limitados y había que alimentar a dos chicos”.
En el Ejército, Cataldo había sido talabartero, era el que se encargaba del apero de los caballos. Según Nicolás, él y Chicha hicieron lo que pudieron. “La pedagogía no era lo suyo. Mi abuelo era estricto, militar: horarios, castigos. Pero tenía 60 y pico de años cuando nos llevaron con ellos. Ya había criado a sus hijos. Hizo un gran esfuerzo para su edad”.
En Azul también vivía un tío, Antonio, que era sastre. “Recuerdo su taller, con piso de pinotea, el ruido que hacía al pisarlo. Tenía una mesa grande de corte, maniquíes. Lo veo cosiendo, cortando, viendo cómo caía una manga. Yo era muy chico, pero me crié entre retazos de tela y olor a cuero, entre dos artesanos”.
A los 13 años, por los problemas de conducta que tenía en la escuela, sus abuelos tomaron la decisión de encarrilar su educación. O eso creían. Y lo mandaron a estudiar al Liceo Militar General San Martín.
Nicolás, con la camiseta de Boca en la casa de sus abuelos en Azul, donde se crió (gentileza Nicolás Záffora)
Segunda vida
De lunes a viernes, Záffora estaba allí, en Villa Ballester, y los fines de semana vivía con la familia de un hermano de su mamá: su tío Quique. En esas horas que pasaba en esa casa, Nicolás era feliz: “Tengo los mejores recuerdos de él. Era poco afectuoso, algo gruñón, pero se comprometía mucho con mis problemas. Te podía decir ´pelotudo’ al mismo tiempo que te ayudaba a solucionar lo que te pasaba”. El tío Quique también moldeó en parte su cultura: “Le encantaban el jazz y las películas de la era de oro de Hollywood: Clark Gable, Humphrey Bogart, Ava Gardner, Errol Flynn… Me dejó pegado eso”.
El problema era cuando se ponía el uniforme. “Al principio estaba entusiasmado por la vida militar. La imaginaba heroica. Después fue tremendo. Era la época anterior a la muerte del soldado Carrasco. ¡Los más chicos nos comíamos cada paliza! Por ahí a las 2 de la madrugada te despertaban para que te cambies en un minuto. Ni los cordones de los borceguíes te podías atar. Te sacaban dos horas y llegabas roto, mojado, a dormir así como venías. Y a las 6, arriba”.
Lo peor era que sus superiores sabían que era hijo de desaparecidos. Y enseguida, se enteraron todos. “Tenía compañeros cuyos padres habían sido héroes de Malvinas, o Carapintadas, o del Ejército, nomás… Estaba en mi legajo. Para mí fue una mierda. Me vigilaban continuamente, que ‘el retoño no se pudra, no se tuerza”. Y para colmo, otra vez empecé a portarme mal. Entonces me daban más palos de lo normal… Lo toleraba, pero no me hizo bien. No fueron cinco lindos años. Fueron cinco largos años. Y no salí bien, con un equilibrio emocional”.
Cuando a los 18 años dejó el Liceo, recuerda, estaba “estructurado y cristianizado”. Y, otra vez, pegó un volantazo.
La abuela Chicha, su hermana Sabina, Nicolás y su abuelo Cataldo Záffora en la plaza de Azul, luego de tomar la Primera Comunión (gentileza Nicolás Záffora)
Tercera vida
Al salir de la institución militar, Nicolás no pensó en la carrera de las armas como una opción. Tampoco regresó a Azul con sus abuelos, que todavía vivían, pero le habían entregado su tutela a la esposa de Quique, su tía Maricarmen, otro personaje fundamental en su vida. “Es, tal vez, al faltar las dos principales, la persona más importante. Una mujer muy inteligente, con un alto IQ. Ella me aguantó todas mis locuras de juventud, como entrar en un monasterio, porque yo había conocido a un tipo que iba a fundar uno”.
Nicolás le planteó a su tía esa decisión. Ella lo aceptó, pero puso condiciones. La primera, que él mismo consiguiera el permiso del Juez de Menores para ingresar. Viajó a Azul, y regresó con la aprobación judicial: “El juez ni me vio, pero me dio los papeles. Después, Maricarmen fue a conocer al cura. Vino y me dijo: ‘Ese tipo es un psicópata, no entres ahí’. Obvio que, a esa edad, le dije el doble de veces que iba a ir”.
El monasterio en cuestión estaba dirigido por Roberto Juan Yanuzzi. Su nombre saltó a la palestra en 2016, cuando fue acusado por delitos sexuales. Záffora ya no estaba allí. El 2 de febrero de 2020, por decisión del Papa Francisco, Yanuzzi fue expulsado de la Iglesia.
Nicolás ingresó a la comunidad en 1994. Estaba en un campo de 20 hectáreas en Carlos Keen, cerca de Luján. “Fue peor que el Liceo. Aquello fue un campamento de verano al lado del monasterio. A los 28 dije ‘no puedo seguir’”. En el medio, vivió un infierno. “Nuestra vida allí era hacer de todo: las construcciones, el mantenimiento, la limpieza, la cocina, lavarnos la ropa, cortar el pasto. Todo era autoabastecerse. Así que trabajábamos mucho, sobre todo los que no estudiábamos ni Filosofía ni Teología, que eran licenciaturas para, después, recibir el sacerdocio”.
El cilicio que Nicolás Záffora usaba como elemento autoflagelante en el convento, y conservó (gentileza Nicolás Záffora)
Pero trabajar, aunque fuera duro, no era un problema para Nicolás. Allí fue albañil, contratista de obra y paisajista. Y luego, le pusieron delante telas, agujas e hilo. “Mi superior, que era este sujeto, me dijo, ‘las sotanas están caras, hacelas’. Y me puse a aprender el oficio. Ahí terminé cosiendo ropa para gente que no se mira al espejo, simplemente porque no hay espejos, solo los chiquitos de baño”.
Mientras se instruía en los rudimentos de la costura y la moldería, Nicolás padecía los castigos físicos, que eran habituales. Aunque asegura que, por lo menos en esa época, no presenció, ni sufrió, ni supo, de abusos sexuales. “Eran, por ejemplo, estar de rodillas varias horas a un metro de la pared. O usar el cilicio, que son unos alambrecitos que se van ajustando y te lastiman la piel, te ponen muy nervioso y, cuando transpirás te arde. Te marca eso. También nos hacían usar piedras en los zapatos, bañarnos con agua fría, dormir sobre el elástico de la cama o en el suelo, sin sábanas… Prácticas ascéticas normales para la Iglesia del siglo XV, pero no para hoy”.
Esos castigos, cuenta, podían ser “individuales, espirituales o por hacer mal las cosas”. Eran los peores, pero no los únicos: “Después había otros, como quitarte horas de sueño, que eran pocas, lavando los platos de todos. Y a las 5, arriba. O picar escombro y llevarlo en carretilla un día de lluvia por un camino de tierra para rellenar el camino de entrada. O remover un cañaveral entero. O quitarte el permiso de salir el fin de semana, algo que había arreglado en forma muy hábil mi tía a cambio de dinero”.
Cinco años antes de huir espantado de allí, Nicolás comenzó a darse cuenta que aquello era una locura. “Los que estábamos ahí éramos chicos con muy buena voluntad, que habíamos puesto todo sobre la mesa: renuncia total a la familia, al matrimonio, al futuro, a lo material, porque hicimos votos de pobreza y castidad. Era una entrega absoluta a Dios, pero con un mensaje bajado a tierra por un perverso al que le gustaba ese jueguito y tenía 50 boludos buenos para jugar”. Aquello, dice, “era lacerante espiritualmente, sobre todo cuando te castigaban, por ejemplo, porque cometías el pecado de tener espíritu de independencia. Eso les parecía gravísimo”.
Záffora junto a un maniquí. Sólo usa telas y materia prima inglesas o italianas. Hacer cada traje le insume tres citas por lo menos, en las que define el corte y los colores, y tres meses de confección a mano (Nicolás Stulberg)
Con otro interno, relata, hicieron un documento de 70 páginas con varias denuncias y lo enviaron al Dicasterio de Congregaciones Religiosas en el Vaticano. Su tía Maricarmen, una vez más, lo ayudó. “En un determinado momento, me dijo ‘vamos a hacer así, vos vas, pero tenés que empezar terapia’. Me consiguió un psicólogo católico, Cristian De Renzis, que fue muy importante para ayudarme a entender lo que pasaba con mi vida. Pero tardé cinco años para animarme a contar los castigos que recibía. También fui a ver a monseñor Aguer (Nota: ex arzobispo de La Plata), que era el encargado por la Santa Sede para la custodia de ese lugar. Él me dijo una frase que fue muy consoladora: ‘El padre Roberto invadió un lugar que sólo le compete a Dios’. A él le pedí salir”.
A los 28 años renunció al monasterio. Su hermana Sabina lo recibió: “Yo no tenía carrera, ni trabajo, ni dinero, ni familia, pero fue la decisión que tomé. Ahí no me podía quedar más”. La terrible experiencia lo alejó de Dios.
Cuarta vida
En el 2005, Nicolás Záffora se enfrentó al mundo real por primera vez. Y se reconstruyó. “Ahí empezó mi vida, porque pude trabajar para mí y formar una familia. Pasé del voto de obediencia a tomar decisiones, y del voto de pobreza a comenzar una carrera profesional. Igual, tardé otros cinco años en acomodar un poco el cerebro, porque estaba en otro planeta”.
Antes de ingresar al monasterio, Nicolás había tenido alguna novia. Durante los diez años que estuvo en el convento, asegura que “mi castidad fue impecable”. Al poco tiempo de salir, encontró el amor en una chica coreana que había llegado al país con 28 años. “La conocí en una fiesta en un hostel donde vivían extranjeros que estudiaban en la UBA. Ella aprendía castellano. Conseguí el teléfono, le escribí y nos empezamos a ver. Era justo la época del Mundial del 2006, la invitaba a ver los partidos en los bares. Yo no tenía un mango por esos años, así que tomábamos un café. La verdad es que estábamos los dos muy solos, y al poco tiempo nos fuimos a vivir juntos”.
La intimidad del estudio de la calle Arroyo de Nicolás Záffora: sus catálogos de telas parecen infinitos (Nicolás Stulberg)
De esa relación nacieron sus dos hijas, que hoy tienen 14 y 10 años. Después de diez años, se separaron. “Había muchas diferencias culturales que, al final, nos desgastaron. Pero tenemos una excelente relación, hablamos todos los días y hay cariño y respeto mutuo”. Hoy está de novio con una chica misionera llamada Benita.
Por supuesto, también tuvo que comenzar desde cero en lo laboral. E hizo un descubrimiento: “Me desperté al capitalismo. Porque hasta ahí había vivido algo más parecido al comunismo: en las instituciones donde estuve me dieron la ropa, la plata, la comida… Ahora tenía que salir a espadear, a buscar lo que el mercado me podía pagar. Donde lo que vale es lo que hacés. Y me tuve que adaptar. Desde el día uno, además, vi que no podía estar del lado de los empleados. No digo que esté mal, pero pasé cinco años de ejército y diez de monasterio donde mi experiencia obedeciendo a otros fue muy mala. Pero hasta llegar a eso, a emprender lo mío, tuve que hacer otras cosas…”
Y entonces, reapareció su tío Antonio, el sastre de Azul. Lo fue a ver varias veces. Ya sabía coser, pero hacer ropa con estilo era otra cosa. “Era como decir, voy a crear un auto nuevo y me gustan los Pagani, pero soy mecánico de Renault 12 en el conurbano. No alcanzaba”. Buscó maestros. Aprendió al lado de sastres como Francisco Escalera, Michelángelo, Blas Leonetti Biaggio y Natalio Argento, que además le dio trabajo. “Españoles e italianos que vinieron luego de las guerras”, refuerza. Igual que sus ancestros llegados de Ganji, un pueblito cerca de Palermo, en Sicilia. “De allí vienen todos los Záffora, acá hay pocos”, asegura. Y aunque dice no conocer al conductor de tevé Guido Záffora, no duda que “debemos tener algún antepasado en común”.
En el 2010 se largó solo. Tenía 80 dólares en el bolsillo y una hija de un año. Compró una máquina de coser, dos caballetes altos y un tablón para asado y arrancó en su casa de Belgrano, sobre la calle Olazábal, cerca del Barrio Chino. “A los dos años, más o menos, alquilé un lugar chiquito en el Palacio Barolo. Estuve tres o cuatro años. Y hace ocho que estoy acá, sobre Arroyo”.
Záffora, con la moldería que aplica a sus clientes (Nicolás Stulberg)
Záffora define a su estilo de sastrería como “una experiencia bespoke”, un término que significa “artesanal” o “hecho a mano”. Esa palabra fue acuñada por George Beau Brummell, el primer dandy de la historia, que organizó en el siglo XIX a los sastres a medida ingleses en la calle Savile Row de Londres. En el caso de Záffora, él utiliza sólo materia prima importada de Inglaterra e Italia, las dos escuelas más importantes en el rubro. “Hay otros mercados para abastecerse de telas, pero ya bajás un escalón”, enfatiza. Para actualizarse, se presenta en forma permanente en la feria Pitti Uomo, que se celebra dos veces al año en Florencia, Italia.
“Acá me propuse hacer una sastrería purista, uso las técnicas de los antiguos maestros de costura a mano. En Italia vi los lugares donde se visten los caballeros de verdad, la nobleza, la realeza, gente que no compra la marquita del logo grande. Me di cuenta que tenía un gran valor y dije ‘quiero ir por acá’, aunque sabía que era un camino estrecho y bien empinado”. A sus clientes los atiende con un turno previo en su atelier, o va a sus casas y sus oficinas con su maletín sartorial. Definir qué hará le lleva unas tres citas. También viaja por toda América Latina, donde también tiene clientes, en lo que define como Trunk Shows. A la ropa la entrega luego de tres meses de trabajo totalmente a mano. Toda esa dedicación, obviamente, se paga: un traje suyo puede llegar a costar 3.000 dólares que, aclara, “es un precio que en el exterior se llega hasta cuadruplicar”.
Sobre el nombre de sus clientes, es una tumba. Pero puede revelar cómo piensan quienes lo eligen a él a la hora de armar el placard. “Hay dos perfiles. Por supuesto, es gente que no quiere estar mal. En el mundo masculino, el 80% se cubre, y el 20% se viste. Dentro de ese 20%, están los que no quieren estar mal, y los que quieren estar bien. Hay diferencia. El primero elige colores neutros, poco color, nada estridente ni demasiado ajustado. Es el que a la mañana no quiere perder tiempo en decidir. Quizás más un estilo inglés. El otro, más al estilo italiano, es el que se pone frente al espejo y varía, se anima al color, empieza a jugar con las cosas hasta elegir. Pero ambos están muy bien”.
Fuente: Infobae